lunes, 4 de diciembre de 2017

Recuerdos de Egipto y una Biblia en árabe

Recuerdo la vida en El Cairo con cierto estupor, como si caminara en medio de una oscuridad que no tenía sentido. Llegué huyendo de la niebla y la niebla me persiguió hasta el desierto. Me alimentaba a base de zumo de mango, falafel y recuerdos. Nunca hice un crucero por el Nilo en un barco lleno de turistas pero guardo en la memoria las tardes sin zapatos en Al-Azhar, buscando sombra y calma en la ciudad infernal mientras descifraba libros escritos con patitas de mosca.


Llegué a ser tan infeliz en aquella ciudad como largo era el camino que me separaba de Alejandría y el mar. 200 kilómetros que recorría sonámbula. Apenas recuerdo el paisaje. Solo la necesidad de huir que me acompañaba en todo momento, el olor a menta, a autobús sucio, a mar. Odié tanto El Cairo como llegué a idealizar Alejandría y sus ángeles coptos.


Peregriné sonámbula al Sinaí. Los israelitas pasaron cuarenta años en el desierto pero yo pasé ocho horas con fiebre en un autobús deseando que se abrieran todas las fronteras de mis delirios. Creo que me adoptaron unos pastores beduinos y me alimenté con queso y karkadé, esquivé camellos enfadados, fui visitada por los fantasmas que pensaba que había dejado en El Cairo, conseguí subir los tres mil escalones que separaban el monasterio de Santa Catalina de la cima de la montaña de Moisés. Vi salir el sol, me senté a los pies de una cruz de madera, cerré todas las fronteras. Dejé la mitad de mi memoria entre los muros de aquel monasterio. No entendí nada. Continué sonámbula hasta que conseguí volver al Cairo. A menudo me sorprenden destellos de belleza lejana entre los pliegues de una herida mal curada. Solo recuerdo las estrellas y un hombre que me hablaba en griego antes de regresar al Cairo.


Buscando la cueva donde la Sagrada Familia se había refugiado en su huida a Egipto, descubrí una librería que olía a canela y papel. El librero llevaba la cruz tatuada en la muñeca como la mayoría de los hombres que me crucé en el barrio copto, blanco, dorado, sucio y hermoso. Me explicó que la Virgen se aparecía en una iglesia cercana pero que él nunca la había visto. Le pedí una Biblia en árabe y tardó mucho rato en encontrarla. Todo el rato que estuve bebiendo el té que me ofreció. Me dijo que estaba muy contento de venderme aquella Biblia, que estaba seguro de que nos iba a traer suerte a los dos y que volviera otro día a beber más té.


Si Dios quiere.
Si Dios quiere.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Postal de Jerusalén

Decidimos dejar de querernos en la Puerta de Damasco.

Había muchos soldados, mujeres vendiendo verdura, turistas, niños ofreciéndonos dulces de almendra y miel. Yo jugaba a volver a casa y tú a tocar con la punta del pie las líneas invisibles del armisticio. Nuestras propias líneas verdes dibujando una paz de mentira. Comprabas tamarindos a un hombre vestido de rojo y me los ofrecías como si fueran un tesoro o el momento de pedir perdón.

Tu casa olía a misa armenia y no te importaba tener que esperarme cada vez que me perdía. Me dibujabas en un papel mapas de colores con flechas, estrellas, cruces, lunas… Estabas seguro de que un día llegaría puntual para cenar. Pero se me iban las horas acariciando piedras y dejando mensajes secretos en capillas de iglesias donde sabía que jamás entrarías.

Jerusalén era el principio de todas las historias que me inventaba al ponerse el sol. La Puerta de Jaffa, la Puerta de los Leones, la Puerta del Estiércol, la Puerta de Herodes… En cada puerta dejé un mensaje escondido. En cada fuente. En cada templo. Allí deben seguir, esperando que alguien los descifre.

Decidimos dejar de querernos en la Puerta de Damasco.

Fuimos tan civilizados como jamás lo ha sido nadie mientras la puesta de sol convertía Jerusalén en los restos de un futuro imposible. Desde entonces odio los tamarindos y busco ángeles sin nombre en todas las iglesias del mundo.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Desde el recuerdo

Escribo desde el recuerdo. Parece que fue ayer cuando llegué a Beirut. Era de noche, hacía calor, la luna llena acompañaba mi viaje en taxi del aeropuerto al hotel. Me desbordaban las ganas de recuperar mi Oriente Medio, perdido en miles de rutinas, cambios de vida, giros de guión inesperados, incompletos. Volver al principio. Volver a casa. Una casa que no se alza sobre cimientos sino sobre las raíces antiguas de deseos infantiles y sueños adolescentes. 

La ciudad me despertó luminosa después de una primera noche de sueños circulares donde profetas desorientados se ofrecían a darme cobijo y alimentarme con dátiles.
Todo me parecía laberinto en mis primeros paseos solitarios por Beirut. Todo el mérito de la confusión era mío, capaz de perderme en mi propio barrio, de despistarme con un letrero pintoresco en una tienda de alimentos, con los altares a vírgenes y santos esperándome en cada esquina, con las cicatrices de guerras cercanas en las fachadas de los edificios. 

Buscando iglesias en aquel primer paseo llegué hasta la bella mezquita sunní de Mohammed al Amin, la mezquita azul. Es una construcción moderna, financiada por Rafic Hariri que fue  Primer Ministro del Líbano hasta su muerte en un atentado en 2005. La mezquita fue inaugurada en 2008 y dicen que recuerda un poco a la gran mezquita azul de Estambul. Tardó seis años en acabar de construirse y dentro caben cinco mil personas. Al lado se encuentra el mausoleo de Hariri y siete miembros de su guardia que también murieron en el atentado. En el momento de la inauguración repicaron todas las campanas de las iglesias que hay alrededor para acompañar el acto.

Durante mi primer paseo por Beirut no escuché las campanas que buscaba sino la llamada a la oración desde la mezquita azul. Tan increiblemente bonito... Me vino a la memoria la primera vez que escuché cantar al almuedano. Fue en Rabat, en 1999, aquel año perfecto de mi post adolescencia estudiando en Marruecos. Paseaba por el mercado con mis compañeras de residencia. Buscábamos una escoba y khol para pintarnos los ojos. Nos quedamos plantadas en medio de la calle, hipnotizadas, mientras aquella voz distorsionada por unos altavoces de mala calidad llamaba a la oración. Algunos de los recuerdos más intensos de mis viviencias en países árabes tienen como banda sonora a algun cantante de pop egipcio, a Fairuz o a un almuedano. La mezquita Hassan II de Casablanca donde pensé que me convertiría al Islam en otra noche de luna llena, las mezquitas del Cairo despertándose como un dominó desde la Ciudadela de Saladino...

Sin duda alguna, la más bonita de todas hasta el momento ha sido la de la mezquita azul de Beirut. El regalo de una voz inesperada y clara que se dejaba escuchar por encima del caos urbano, del desorden del tráfico al que nunca me acostumbraré. Mezquita rodeada de iglesias en una ilusión de posible convivencia. La catedral maronita de San Jorge cuyas campanas esperaba poder escuchar, la catedral griega ortodoxa también de San Jorge, la pequeña capilla de la Anunciación ortodoxa...

Así me recibía Beirut. La voz envolvente y perfecta de aquel almuedano provocándome un rapto místico de monoteismo indiscutible; militares haciendo guardia atentos a mis movimientos y a mi evidente tendencia a meterme donde no debía y a perderme; taxis locos haciendo sonar el claxon por inercia, siempre y en todo momento; los rascacielos, las cicatrices, el caos; el rugido sudoroso y apasionado de una ciudad que sin duda iba a ser mía.