domingo, 17 de enero de 2021

LA TRISTEZA TENÍA UN PRÓLOGO

 

Agatha Christie, aquella mujer extraordinaria que pasó su vida entre Inglaterra y Oriente Medio escribiendo novelas de misterio y exprimiendo cada día con la máxima intensidad, dijo en sus memorias que no debemos volver a los lugares donde hemos sido felices. Mientras no lo hagamos aquellos lugares seguirán vivos en nosotros. Si volvemos, los destruiremos.

Sin embargo siempre vuelvo a tu recuerdo, al vestido de flores que no me he vuelto a poner, al tiempo distorsionado, tu abrazo sin memoria ni sentido, el desafío de una primavera que nos hizo creer que seríamos valientes siempre. 

Agatha no tenía razón, no es el retorno lo que nos destruye sino la incapacidad de hacer crecer nuevas primaveras alrededor de los recuerdos antiguos que vuelan como bellas hojas secas, doradas y frágiles. Ojalá nuestra memoria fuera una selva infinita de recuerdos alocados y bellos. Un árbol siempre vivo donde descansar. Que todo lo que alguna vez vivimos o soñamos acariciase a los momentos que están por venir, como si fueran gatos pequeños. Que nuestro pasado imposible fuera el refugio de todos nuestros futuros probables. Ojalá volvieras a deshacer los nudos, los hechizos, las tormentas, mientras dibujo despistada un mapa absurdo y hermoso donde perdernos siempre.

¿Cómo conservar lo que fuiste si todavía quiero que seas? 

¿Cómo ser el capítulo siguiente de una historia de heroes salvajes, de aventura insensata? ¿Cómo rescatar a la protagonista de una jaula de hielo eterno? Escribir los diálogos, que tenga sentido la huida. Encontrar quizás un capítulo perdido entre las flores del vestido que no me he vuelto a poner. Que seas siempre mi lugar feliz al que regresar. Que te guste mi vestido y mi camino, la ruta en espiral que compartimos.

La tristeza tenía prólogo. Uno de esos prólogos que no lee casi nadie. Las explicaciones previas a las que renunciamos, las pistas que no creemos necesitar. Leer el prólogo al final de la historia nos hace abrir los ojos, deslumbrados como animalitos nocturnos que se cruzan con una luz extraña. Entendemos entonces lo que alguien quiso decirnos antes de empezar la historia, el relámpago que rechazamos por prisa o por desidia. Entendemos entonces que la tristeza tenía un prólogo que no supimos o no quisimos leer.

Que nadie me hable del verano que nunca olvidaremos ni de primaveras robadas. Porque antes de este invierno que no entiendo, alguien, el destino o el diablo, escribió el índice de todos los recuerdos que jamás tendríamos. Quedaron petrificados, escondidos en gotas de ámbar, traslúcidos recuerdos nunca dibujados del todo. ¿Hacia dónde hubieramos corrido de haber sabido que aquel preludio triste anunciaba una primavera de adioses definitivos?

Arrancaría las páginas de aquel prólogo absurdo que miente cuando habla de despedidas y de puentes rotos. Iría directamente al final para descubrir quizás que nunca tiene sentido la belleza de un recuerdo petrificado, de un silencio absurdo.

Fuiste mi primavera robada, el verano que nunca olvidaré, mucho antes de que la distancia fuera ley. Todo en ti fue exceso. Todas las ciudades excesivas donde alguna vez he necesitado huir. Eras mi plan de fuga, el rescate seguro, una carrera enloquecida por la avenida principal de cualquier ciudad donde ser anónima. Eras todas mis plazas, las esquinas donde esperaba que sucediera lo extraordinario, el barrio donde hubiera vivido si hubieras entendido mi mapa absurdo.

Que fueras de nuevo mi lugar feliz. Indestructible como un universo de almas cruzadas.

Volver siempre a ti aunque ya no estés.