jueves, 13 de febrero de 2020

EL DÍA QUE TE DIJE ADIÓS



Jamás pensé que tendría que dejarme ganar para salvarte. Pactar con el enemigo y mentirte.

No recuerdo cómo iba vestida el día que te dije adiós. Es extraño porque siempre lo recuerdo todo. El desván de mi memoria es un temblor de recuerdos desordenados. Me asaltan en las esquinas imprudentes donde te espero, me sacuden, me golpean.

Sin embargo, no recuerdo cómo iba vestida el día que te dije adiós. Recuerdo otros vestidos que guardo en un cajón con bolsitas de lavanda. El vestido de algún día feliz que quizás no vuelva a ponerme para que no se mezclen los recuerdos. Quizás solo recuerde cómo iba vestida los días en que fuimos felices y por eso he olvidado qué ropa llevaba el día que te dije adiós. Como si así se pudiera borrar, volver al momento exacto en que me desperté y me vestí y elegí ropa de día triste de la que no se recuerda si no es que estás al otro lado del espejo.

¿Podemos volver al otro lado del espejo? Vestirnos de fiesta, salir corriendo, reírnos de todo. ¿Podemos dejar de romper espejos?

Recuerdo tus ojos, tus manos frías. Siempre. Cada día. Recuerdo completar mi sacrificio a los dioses en medio de la tormenta. 

Recuerdo jurar que acabaría con ellos si no cumplían su parte del pacto y te mantenían a salvo. Que acabaría con todos ellos, que les arrancaría la piel, que su sangre llenaría todos los mares y todos los ríos.

Que no habría paz para aquellos que me obligaban a decirte adiós. 

Que me obligaban a mentirte.

Jamás pensé que olvidaría la ropa que llevaba puesta aquel día.

Jamás pensé que tendría que dejarme ganar para salvarte.


domingo, 9 de febrero de 2020

LA SEÑORA SILVIA, EASTBOURNE Y LEWIS CARROLL


Entré a la librería de Camilla buscando una edición bonita y antigua de Alicia en el País de las Maravillas para mi colección. El verano inglés en Eastbourne era frío, los amaneceres rojos. Quizás sea la librería más caótica donde he entrado nunca. Tienen un loro, Archie, que recibe visitas los martes y los viernes y canta canciones a la clientela. En el fondo sabía que no compraría ningún libro porque nunca compro nada en las ciudades donde me he sentido triste. Pero una librería siempre es un refugio. Y yo necesitaba un refugio.


Eastbourne. East Sussex. England.


Lewis Carroll pasó sus vacaciones de verano en Eastbourne durante 19 años, entre 1877 y 1896. Se alojaba en el número 7 de Lushigton Road que actualmente es una clínica dental cerca de la estación del tren y de la librería de Camilla donde buscaba el libro que sabía que nunca me compraría. Una tarde me senté en las escaleras de la casa de Carroll intentando deshacer los nudos de mi garganta antes de bajar a la playa. Volvía de visitar Rye, el pueblo de las sirenas y los gigantes. Seguramente tenía ganas de irme a cualquier otro sitio donde las casas de mis escritores favoritos no se hubieran convertido en clínicas dentales, donde la playa fuera un lugar bonito y los atardeceres tuvieran sentido. 

Se me acercó una señora mayor. Me dijo que se llamaba Silvia, que vivía en el número 13 desde 1947 y que me recordaba de otros veranos. Quise explicarle que era la primera vez que visitaba Eastbourne pero solo sonreí recordando otro libro de Lewis Carroll, Silvia y Bruno. Cerré los ojos deseando que aquella fuera la Silvia del cuento, que fuera la niña-hada que conseguía que lo absurdo tuviera un sentido.


Compartí recuerdos inventados con la señora Silvia, me preguntó por la vida en Londres y le hablé de ti hasta que se me acabaron los recuerdos inventados, como que éramos felices y que planeábamos volver pronto. Cosas así. Me escuchaba hablar de ti con los ojos llenos de luz, como si fuera un ángel anciano y extraño que necesitara conocer tu historia para cambiar el final. Me explicó que habían cerrado la heladería favorita de su marido y le dije que la recordaba y que mi sabor favorito siempre fue el de vainilla. Los recuerdos inventados siempre tienen gusto de helado de vainilla.

Eastbourne. East Sussex. England.



El sabor de la vainilla llevó a la señora Silvia a una tarde de agosto. Ninguno de los dos habíamos nacido todavía pero ella recordaba en su laberinto de ensoñaciones que nos había preparado una cesta con sandwiches de queso y mermelada de arándanos porque sabía que eran mis favoritos y tú te habías quedado con hambre porque siempre te quedabas con hambre y yo siempre llevaba galletas en el bolso para darte por si acaso. 

Me preguntó si todavía guardaba la cesta y le dije que sí, que por supuesto, que volveríamos los dos, otro día, y la invitaríamos a helado de vainilla y que le devolvería la cesta y le explicaríamos historias de Londres.

Que volveríamos otro día y todavía sería verano y que a lo mejor entonces yo era feliz porque me acompañabas y compraba un libro de Alicia en el País de las Maravillas para que no se me olvidara nunca.