Agatha
Christie, aquella mujer extraordinaria que pasó su vida entre
Inglaterra y Oriente Medio escribiendo novelas de misterio y
exprimiendo cada día con la máxima intensidad, dijo en sus memorias
que no debemos volver a los lugares donde hemos sido felices.
Mientras no lo hagamos aquellos lugares seguirán vivos en nosotros.
Si volvemos, los destruiremos.
Sin
embargo siempre vuelvo a tu recuerdo, al vestido de flores que no me
he vuelto a poner, al tiempo distorsionado, tu abrazo sin memoria ni
sentido, el desafío de una primavera que nos hizo creer que seríamos
valientes siempre.
Agatha no tenía razón, no es el retorno lo que
nos destruye sino la incapacidad de hacer crecer nuevas primaveras
alrededor de los recuerdos antiguos que vuelan como bellas hojas
secas, doradas y frágiles. Ojalá nuestra memoria fuera una selva
infinita de recuerdos alocados y bellos. Un árbol siempre vivo donde
descansar. Que todo lo que alguna vez vivimos o soñamos acariciase a
los momentos que están por venir, como si fueran gatos pequeños. Que nuestro pasado imposible fuera
el refugio de todos nuestros futuros probables. Ojalá volvieras a
deshacer los nudos, los hechizos, las tormentas, mientras dibujo
despistada un mapa absurdo y hermoso donde perdernos siempre.
¿Cómo
conservar lo que fuiste si todavía quiero que seas?
¿Cómo ser el
capítulo siguiente de una historia de heroes salvajes, de aventura
insensata? ¿Cómo rescatar a la protagonista de una jaula de hielo
eterno? Escribir los diálogos, que tenga sentido la huida. Encontrar
quizás un capítulo perdido entre las flores del vestido que no me
he vuelto a poner. Que seas siempre mi lugar feliz al que regresar.
Que te guste mi vestido y mi camino, la ruta en espiral que
compartimos.
La
tristeza tenía prólogo. Uno de esos prólogos que no lee casi
nadie. Las explicaciones previas a las que renunciamos, las pistas
que no creemos necesitar. Leer el prólogo al final de la historia
nos hace abrir los ojos, deslumbrados como animalitos nocturnos que
se cruzan con una luz extraña. Entendemos entonces lo que alguien
quiso decirnos antes de empezar la historia, el relámpago que
rechazamos por prisa o por desidia. Entendemos entonces que la
tristeza tenía un prólogo que no supimos o no quisimos leer.
Que
nadie me hable del verano que nunca olvidaremos ni de primaveras
robadas. Porque antes de este invierno que no entiendo, alguien,
el destino o el diablo, escribió el índice de todos los recuerdos
que jamás tendríamos. Quedaron petrificados, escondidos en gotas de
ámbar, traslúcidos recuerdos nunca dibujados del todo. ¿Hacia
dónde hubieramos corrido de haber sabido que aquel preludio triste
anunciaba una primavera de adioses definitivos?
Arrancaría
las páginas de aquel prólogo absurdo que miente cuando habla de
despedidas y de puentes rotos. Iría directamente al final para
descubrir quizás que nunca tiene sentido la belleza de un recuerdo
petrificado, de un silencio absurdo.
Fuiste
mi primavera robada, el verano que nunca olvidaré, mucho antes de
que la distancia fuera ley. Todo en ti fue exceso. Todas las ciudades
excesivas donde alguna vez he necesitado huir. Eras mi plan de fuga,
el rescate seguro, una carrera enloquecida por la avenida principal
de cualquier ciudad donde ser anónima. Eras todas mis plazas, las
esquinas donde esperaba que sucediera lo extraordinario, el barrio
donde hubiera vivido si hubieras entendido mi mapa absurdo.
Que
fueras de nuevo mi lugar feliz. Indestructible como un universo de
almas cruzadas.
Volver
siempre a ti aunque ya no estés.