jueves, 28 de febrero de 2019

EL DÍA QUE TE SAQUÉ A BAILAR


Será que el tiempo nos vuelve prudentes y temerosos. El tiempo que nunca pensamos que nos ganaría. El tiempo que nos aplasta y consigue que traicionemos todas las promesas sobre la valentía que hicimos cuando pensábamos que lo sabíamos todo.

Será que a veces me acuerdo de aquella vez que decidí organizar un baile en el instituto porque me parecía que Regreso al futuro era la mejor película del universo y desde entonces vivo obsesionada por los viajes en el tiempo y los bailes en gimnasios de instituto. De vez en cuando me atravesaba un rayo de inspiración cósmica y se me ocurría una idea maravillosa que alteraría el orden natural de nuestros días de instituto. Me dirigía decidida al despacho del director que cuando me veía entrar con los ojos brillantes disimulaba media sonrisa, resoplaba y se ponía cómodo en su silla. “Antonio, tengo una idea genial”.

Además del director del instituto era mi profesor de geografía. Solía saltarme sus clases para ir a buscarte. Recuerdo sus mapas y todos los ríos de África porque soñaba con que algún día tu y yo esquivaríamos juntos cocodrilos y pirañas mientras remábamos rumbo a cualquier sitio en una barca destartalada. Soñaba con cualquier cosa arriesgada que pudiéramos hacer juntos mientras tú me pedías la vida tranquila que era imposible que tuviéramos.

Antonio, tengo una idea genial” le decía al director. Era el mejor director del mundo. Cuidaba de mí sin que yo lo supiera, me reñía con la delicadeza de quien era consciente de todos los mundos que colisionaban dentro de mi mente inquieta. No sé si algún día llegó a sospechar dónde me escondía y con quién cuando no iba a sus clases pero cuidaba de todos nosotros y escuchaba mis planes de organizar bailes en el gimnasio como en Regreso al futuro.

Ponía cara de director y me explicaba todos los inconvenientes y dificultades de llevar a cabo mi idea. Pero mi gran especialidad siempre fue adelantarme a todos los movimientos de mi adversario y desplegar ante él todas las soluciones a cualquier problema que me planteara. Antes de aparecer en el despacho ya había organizado los grupos de alumnos que se encargarían de todo y había convencido a los profesores que sabía que me dirían que sí. Tenía preparados los horarios, el grupo de música que tocaría canciones de hoy y de siempre, el DJ, la decoración, la bebida y la comida y el objetivo oficial del baile: conseguir dinero para nuestro viaje de final de curso.

El objetivo extraoficial siempre fue ponerme un vestido azul, que te pusieras mi camisa favorita y sacarte a bailar lo más agarrado posible. Ningún foco nos iluminó pero a mí me parecía que sí, que todo se paró a nuestro alrededor cuando te pedí que bailaras conmigo Stand by me de Ben E. King y me dijiste que sí aunque llevabas toda la tarde pidiéndome por favor que no te sacara a bailar. Bailábamos en casa, bailábamos a todas horas, descalzos, encima de la cama, subidos a la mesa de la cocina, bailábamos como pájaros eléctricos, como si huyéramos de las tormentas que nos perseguían, bailábamos lento aunque la música fuera rápida solo por llevar la contraria. Pero me pediste que no te sacara a bailar delante de todo el instituto porque todos tus miedos eran más fuertes que las ganas que tenías de huir conmigo por la ventana.

Y no te hice caso. Y me dijiste que sí no sé por qué. Y sonó Stand by me de Ben E. King porque era lo que quería decirte aquel día. Que no importaba si de repente todo se volvía oscuro si te quedabas conmigo. Que no importaban tus preocupaciones si me quedaba contigo.

Ningún foco nos iluminaba pero de repente todo el mundo dejó de bailar, se hizo el silencio y nos quedamos allí oh, darling, darling, stand by me… con mi vestido azul y tu camisa blanca, en medio de gimnasio, bailando como si lo hubieramos ensayado mil veces, como si nadie nos estuviera mirando, como si por fin te diera igual todo aunque solo fuera durante tres minutos de canción. Si la gente no hubiera estallado en gritos y aplausos cuando acabó quizás hubiéramos continuado toda la noche stand by me, ajenos a los cientos de ojos que nos observaban alucinados. Ganamos todos los premios, te moriste de vergüenza, empecé a obsesionarme con los viajes en el tiempo.

Con el dinero que ganamos organizando aquel baile nos fuimos de viaje de final de curso a París. En aquel viaje intenté colarme en tu habitación por la ventana de un tercer piso y casi me mato aunque eso pertenece a otra historia y merece ser explicado en otro momento.

¿Para qué llamar a la puerta y que me dejaras entrar si al final siempre eras mi vértigo y mi desafío?

domingo, 24 de febrero de 2019

CUANDO QUISE LLEVARTE A BAGDAD


En aquellos años de comunicación analógica te escribía notas en trozos de papel y te los pasaba en clase cuando creía que no nos veía nadie. Aunque era mucho más arriesgado, también te las hacía llegar cuando no estabas conmigo en clase. Abría la puerta de donde estuvieras, te la dejaba en la mesa y salía corriendo para perplejidad de todo el mundo y para susto tuyo. A veces las leías delante de mí, como medio escondido, ignorándome. Abrías mucho los ojos como si no te pudieras creer las cosas que te escribía. Lo que quería hacer contigo. La poesía y la prosa. Porque era verdad que no te lo podías creer. Jugaba a no tener nada que perder, a ponerte al límite, a subir de nivel.

Un día te dije que te quería llevar a Bagdad. Pasaba las horas sumergida entre las páginas de atlas anticuados, repasando continentes, ríos, ciudades, borrando fronteras, imaginando todos los sitios donde quería ir. Cuando te dije que quería llevarte a Bagdad fue tan inesperado que no tuviste más remedio que investigar mis motivos. Te llevé a nuestro rincón secreto y te hablé de Al-Mansur, el califa victorioso que construyó la ciudad de Bagdad en el siglo VIII y la llamo la Ciudad de la Paz. Una ciudad circular, redonda, perfecta, la antigua Babilonia, entre el Tigris y el Eufrates donde según la Biblia se encontraba el Paraíso de Adán y Eva. Te hablé de las cuatro puertas de las murallas, de la Casa de la Sabiduría, te hablé de Harun Ar-Rashid y te expliqué cuentos de Las mil y una noches mientras te dejabas quitar la camiseta y me decías que sí a todo de puro desconcierto.

Durante la primera guerra del Golfo, me pediste que cambiara el mundo y que siempre revolución. Organicé todas las huelgas del instituto contra la guerra, salimos a gritar a la calle, me juntaba con universitarios y saliamos a pegar carteles y colgar pancartas, organizábamos conferencias sobre Oriente Medio, escribía tu nombre en árabe y soñaba con un mundo en paz que construia para que te sintieras orgulloso. Para tener algun lugar entre el Tigris y el Eufrates donde llevarte. Porque lo fácil nunca fue una opción.

De todas las cosas que te escribía en mis notas lo que realmente te hizo bajar la guardia fue que quisiera llevarte a Bagdad como quien te invita a merendar a la cafetería de la esquina. Porque te gustaban mis mundos paralelos, mis planes absurdos y perfectamente tramados, con todos los detalles que sin duda nos conducirían al éxito. Te dejabas convencer porque te llevaba a sitios imposibles sin salir de casa. Me explicabas que releías mis papelitos locos cuando estabas triste o cansado, que me imaginabas estudiando física y te morías de la risa. Porque yo tenía un método absurdo e infalible para estudiar física que hubiera horrorizado al profesor pero que a ti te parecía escandalosamente divertido y apropiado para mi mente dispersa. Que me imaginabas salvando al mundo de todos los males mientras guardabas mis papelitos en una caja de cartón especial. Que no acertabas nunca a ponerte la camiseta a la primera cuando me decías que tenía que volver a clase.

Te dije que te quería llevar a Bagdad porque era el sitio más extraño y más bonito que imaginaba mi mente de exploradora sin mapas. Porque necesitabas algo que te hiciera despertar de tu rutina y no lo sabías. Y se te olvidaron todos los miedos y me dijiste que sí a todo desde entonces.

jueves, 21 de febrero de 2019

JAZMINES


Antes de cumplir los dieciocho estuve a punto de morir. Era verano y los jazmines crecían en la terraza de tu casa. Comprábamos botellas de ginebra y chocolate con almendras en una tienda pequeña de tu barrio porque me caía bien el vendedor y se parecía a una tienda que había visto una vez en una de tus películas en blanco y negro. Comíamos pipas, bailábamos raro y nos pasábamos las noches medio desnudos. Te explicaba cómo pensaba seguir viéndote en otoño aunque te fueras del instituto. Te asustabas con mi larga lista de evidentes irregularidades y yo te pedía que confiaras en mí. Elegías los jazmines más bonitos de tu terraza y me los ponías en el pelo.

No recuerdo por qué me fui de tu casa la noche en que estuve a punto de morir. Cogí tus botellas de ginebra y salí a buscar a mis amigos con el pelo lleno de jazmines. Seguramente te prometería que nos veríamos al día siguiente y que no te comieras todas las pipas y que besos y abrazos y cosas. Y seguramente mis amigos y yo nos bebimos todas las botellas y seguramente el conductor novato del coche destartalado con el que íbamos de un pueblo a otro en aquellas noches de verano también bebió.

Los recuerdos se mezclan con la imaginación. La sangre, el dolor, la frontera difusa entre la consciencia y el desvanecimiento, alguien que me pedía que no me durmiera, repetir tu nombre como un mantra para mantenerme a este lado de la existencia. Casi todo el tiempo que pasé en el hospital estuve inconsciente o medio dormida. Sé que venías a verme porque en los momentos en que estaba despierta siempre había jazmines cerca de mi cama y porque mis padres me explicaron más tarde lo amable y lo atento que eras y lo preocupado que parecías. Y porque mi amiga la llorona me puso al día de todo lo que hiciste mientras estuve en el hospital. De lo valiente que fuiste.

Agoté todos mis sueños mientras me esforzaba por no morirme. Soñaba con ciudades incendiadas, escuchaba de lejos idiomas antiguos, reconocía desiertos y mezquitas que se alzaban ante mí como una premonición, recorría pasados lejanos donde existías con otros rostros y me invitabas a conquistar tierras desconocidas a lomos de caballos negros. Creo que a veces descubría futuros incomprensibles. Se me aparecían detrás de una niebla espesa, como una cortina que alguien cerca me sugería no abrir. Escuchaba nombres de personas desconocidas que se instalaban en algún lugar de mi memoria como bombas latentes, esperando el momento oportuno en que serían pronunciados y los recordaría desde mi propio pasado. Morirse es extraño. Intentar no hacerlo todavía más.

Sobrevivir a la inercia y al cansancio a base de visiones de todo lo que todavía estaba por venir o de recuerdos de otros mundos. Cuando desperté decidí olvidar que no estabas en ninguno de los futuros que se habían entremezclado con mis recuerdos.

Desde entonces trenzo los hilos de las múltiples verdades que se mezclan en mis sueños y mis pesadillas. Ordeno universos mientras se deshacen los futuros que todavía nadie ha imaginado. En el fondo echo de menos tener jazmines cerca. Aunque no sean los tuyos,


domingo, 17 de febrero de 2019

NO TE ECHO DE MENOS


Hace mucho tiempo que no te echo de menos. Pero cada vez que echo de menos a alguien a quien quiero, recuerdo lo que significó en nuestras vidas que yo me subiera a aquel avión rumbo a cualquier sitio lejos de nosotros.

Tardé quince días de finales de enero en convencerte de que yo era la mejor opción para ti. Un día por cada uno de los años que tenía. Quince días de insistencia, de buscarte a todas horas, de certezas absolutas, de estrategias diseñadas con habilidad de cirujana adolescente. Quince días para descoser todas tus costuras, deshacer todas tus dudas, destruir todos tus miedos, desconcertarte hasta que te olvidarás de quién eras. Dejarte en carne viva. Derribar tus murallas. Lo conseguí.

Quince días para que dijeras que sí. Cinco meses escondiéndonos en las esquinas de lo impredecible. Tres años rompiendo todas las reglas. Cinco años riéndonos de todos.

Cuando yo decidí irme y tú quedarte, agotamos todas las palabras, todos los porqués, todas las razones y argumentos, nos besamos hasta no creernos que yo me iba y que tú no querías venir, nos volvimos a tumbar boca arriba en tu cama deshecha como las primeras veces, cuando me abrías la puerta y me hacías escuchar tu canción favorita y yo te llevaba galletas y mandarinas. Como cuando te quería tanto que me imaginaba que nos quedábamos quietos como reptiles, con la mirada fija en un punto del espacio, del tiempo, de la realidad alternativa en la que vendrías conmigo en cualquier avión que tomase. Que nos latía el corazón lento y se paraba el tiempo, que solo tenía ganas de romperlo todo, de llenarlo todo con la rabia que me cortaba la respiración hasta que me contabas los dedos de las manos para hacerme volver. Siempre el mismo escalofrío en el aterrizaje. Yo quería volar y tú siempre conseguías que volviera.

Hace poco mi mejor amiga, la que se pasó nuestros primeros años de desenfreno tapando nuestras huidas, me contó que viniste a despedirme al aeropuerto el día en que me fui y que no te vi. Reconstruir mi personaje mientras el avión despegaba rumbo al desierto que se convertiría en mi hogar. Redefinir mis nuevas fronteras, respirar lento, detener el corazón, caminar despacio entre la niebla de una nueva realidad que todavía no se había dibujado a mi alrededor. Decidí que nunca más volvería a cometer todas las locuras que me habían llevado hasta aquel momento. Decidí que no te echaría de menos aunque te quisiera siempre.

No te echo de menos pero te recuerdo a través de las personas a quienes echo de menos cuando vuelve de nuevo aquella sensación de velocidad, de vértigo, cuando paro en seco, cuando vuelvo a coger aviones dentro de mi mente para escapar de las garras de una realidad que siempre acaba ganando. Ojalá me acordará de cómo era cuando conseguía derribar todas tus murallas. Te reconozco a veces en mis propias palabras, en otros ojos, en otro siglo, en la sensación lejana de un eco que de nuevo consigue dejarme sin respiración. Te reconozco en la lucha diaria por recuperar el equilibrio. La lucha entre el corazón desatado y la calma que me atrapa como una tela de araña invisible y traicionera.

Nunca te he explicado cómo empezó mi vida en el desierto. Nunca te he explicado todas las fronteras que he cruzado buscando tesoros desde que me fui, todas las veces que he estado a punto de desaparecer por fin, todas las veces que me han apuntado con un arma, todos mis disfraces, todas mis batallas, todas mis coartadas, todas las veces que fui feliz con gente que no eras tú, todas las veces que escapé de la normalidad que pretendían imponerme, de los amores aburridos, del camino seguro.

Y que nunca he querido volver a verte desde que dejaste que me fuera.


domingo, 10 de febrero de 2019

TU VIDA TRANQUILA, MI DESCONTROL


Elegir la música era un ritual al que dedicábamos tiempo y artesanía. Tú tenías dinero para comprar discos y yo conseguía las cintas de cassette en la biblioteca pública. Te prestaba mi walkman rosa para que escucharas mis canciones preferidas, las que tenían que ser tuyas porque eran mías. Algunas no te gustaban demasiado pero yo te grababa mis propias selecciones en cintas que compraba en una ferretería de mi barrio y eso sí que te gustaba. Elaboraba las portadas de las cassettes con papeles de colores, me inventaba los títulos, hacía dibujos feos que yo quería que fueran bonitos pero siempre me salían feos, ponía las canciones en el orden lógico en que debían ser escuchadas para que se entendiera lo que te quería decir cuando no era suficiente con decírtelo. Casi era capaz de adivinar qué canción no te gustaría demasiado pero entonces diseñaba una libretita con las letras de las canciones y subrayaba concretamente el trocito importante de la canción que no te gustaba para que entendieras por qué tenías que escucharla.

Te gustaban mis libretitas con letras de canciones y mis cintas grabadas porque te gustaba yo. Les dabas vueltas en las manos y las mirabas por todas partes con cara de no creértelo. De repente levantabas la cabeza, entornabas los ojos y me preguntabas si no tenía que haber estado estudiando para no sé qué examen en vez de hacer aquello. Y me enfadaba un poco porque dudabas de mi capacidad para estudiar mientras diseñaba portadas de cintas de cassette en paralelo. Tremenda injusticia.

Tú también me grababas canciones en cintas de cassette que incluían clases extras de inglés tirados por los suelos de tu casa. Pero lo que más te gustaba era escuchar tus discos conmigo. Sacabas el tocadiscos de su mueble y lo llevabas al dormitorio. Te ponía un poco nervioso sacar el tocadiscos del mueble y ponerlo en la alfombra pero a mí me gustaba sentarme en el suelo de tu dormitorio. Me quitaba los zapatos y si hacía frío me ponías una manta de colores por encima y te acurrucabas a mi lado con los ojos cerrados. Siempre tenía frío aunque encendieras el radiador. Cuando estabas cerca un poco menos. Siempre tengo frío. Me gustaba tu manta y que te sentaras muy cerca y que me rodearas con montañas de discos y que eligieras las canciones que querías que escuchara porque tenían mensajes ocultos que hablaban de nosotros aunque fueran canciones viejas. Era nuestra lucha secreta contra un universo que hacía todo lo posible para que no nos encontraramos. Queríamos que todas las canciones hablaran de nosotros porque eso nos hacía sentir un poco más fuertes, un poco menos desolados.

Los fines de semanas salía con mis amigos y en algún momento de la noche ponía tus canciones en el radiocassette, contaba botellas vacías y acababa abrazando a cualquiera, esperando, sin éxito, que alguien oliera como tú. Fuiste la banda sonora de todas mis huidas. La necesidad oscura de encontrarte al final de todas mis noches adolescentes.

Tu vida tranquila, mi descontrol. Que me abrazaras en el punto medio para conseguir que volviera a respirar cuando la velocidad de mi propia existencia me dejaba sin aire. Aprender a no ponerte en peligro, a protegerte siempre, a no hablar de ti. Que confiaras en mí cuando te llamaba de madrugada desde una cabina y no entendías lo que te decía. Que no te importara porque sabías que llegarían los lunes y nos iriamos a nuestro sitio escondido a filosofar y a besarnos. A reirnos hasta que nos doliera la barriga. Que siempre estaría. Que siempre estaríamos. Que las canciones siempre hablarían de nosotros. De tu vida tranquila, de mi caos y mi vértigo. De tu manera de cogerme de la mano para que no saliera volando, para que nada me doliera demasiado cuando no estuvieras.


jueves, 7 de febrero de 2019

CÓMO ESCAPAR DEL INSTITUTO


Me gustaba cuidar de ti. Convencerte de que el día no había sido tan malo y que te lo creyeras. Te dejabas cuidar. Te sorprendía que siempre supiera qué decirte, cómo acercarme, cómo mirarte. Dedicaba más horas a estudiarte a ti que a estudiar matemáticas. Para saber qué decirte, para acertar siempre. Para que quisieras venir conmigo aunque no supiéramos adonde. ¿Importaba acaso?

Cuando empecé a ir a la universidad hacíamos repaso de todas las ideas geniales (para mí) y terroríficas (para ti) que había tenido aquel primer año de instituto que compartimos. Todo lo que me inventaba para conseguir que te metieras en rincones que solo conocía yo. Mi larga lista de planes infalibles y aquel don que me dio la vida de parecer la niña perfecta que nunca se metía en lios y de la que nadie nunca sospechaba nada. Era parte del plan. Me pasaba el día a punto de estallar pero si alguien se hubiera dado cuenta, mis planes de escaparme contigo hubieran fracasado. Un día, comiendo en el bar de la facultad de filología, te pregunté cuál era la ocurrencia más grande que se te había pasado por la cabeza para saltarnos las clases y pasar el día fuera. Siempre te reías y nunca confesaste.

-¿Tan loco era tu plan?- Te pregunté muerta de curiosidad. Siempre quise saber todo lo que hubieras hecho si te hubieras creído que podías.
-No tanto como evacuar un instituto.

Ser adolescente en los 90 quería decir que muchos días nos despertábamos con noticias de atentados de ETA. Algunas veces alguien llamaba al instituto para avisar de que había una bomba. Solía pasar en época de exámenes y llegó un momento en que se convirtió en rutina. Aun así, cuando alguien llamaba para advertir de que había una bomba, el protocolo era evacuar el instituto.

Así que mientras yo estaba en clase apuntando los ríos de Europa con mi letra bonita y redonda uno de mis cómplices hizo la llamada. Una bomba en el instituto. Un compañero salió de clase muy contento porque no había hecho los deberes. Otro le decía que era mucho peor explotar por los aires que suspender geografía. Yo sonreía mientras me salía de la fila disimuladamente para ir a buscarte. Mi mejor amiga, la que siempre lloraba cuando nos escapábamos, abría los ojos como platos porque acababa de entender que lo de fingir que había una bomba en el instituto era cosa mía. Nuestra primera evacuación juntos por aviso de bomba había sido en Madrid visitando un museo. Juro que no tuve nada que ver. Fue una de las pocas veces en que espontáneamente incumpliste las normas y los protocolos. Pensabas que ibamos a morir y que no teníamos nada que perder. Creo que tenías un poco de razón, de alguna manera extrañamente poética.

Evacuar el instituto fue fácil. Lo complicado fue convencerte de que había preparado un día de excursión especial para ti y que las cuatro horas de clase que teníamos por delante eran un pequeño obstáculo. Había trabajado mucho para que tuvieras un día bonito. Lo tenía todo bien apuntado, con mi letra bonita y redonda, la de apuntar los ríos de Europa, la de dejarte notas para que las descubrieras al llegar a casa, la de aprobar todos los exámenes menos el de matemáticas porque era la niña perfecta que nunca se metía en líos.

Me gustaba cuidar de ti. Prepararte días bonitos. Escaparnos. Imaginar tus planes insensatos. Los que nunca te atreviste a confesarme.