martes, 30 de julio de 2019

SIEMPRE ME PIERDO (LABERINTO 2)


Los lugares laberinto nos recuerdan que siempre estamos perdidos. No importa que creamos tenerlo todo bajo control, que dibujemos señales con la sangre que perdemos en cada curva, en cada recuerdo, en cada promesa. Como si fuera un hechizo que nos permitiera encontrar la salida si finalmente nos arrepentimos del atrevimiento que fue entrar en el laberinto voluntariamente. Los lugares laberinto, incluso aquellos que no tienen paredes, ni escondites, ni trampas aparentes, los que son linea recta y a pesar de ello espiral en nuestros insomnios, llegan para recordarnos que siempre estamos perdidos.

Beirut fue siempre el laberinto que me hacía echar de menos todo lo prosaico. Respirar aire limpio, el silencio de los parques ingleses, que no se fuera la luz cada día, invitarte a comer. Que lejos estabas, todavía sin saberlo. Paseaba entre los rascacielos de Ashrafieh y los restos de la guerra mientras me enamoraba de las locuras cotidianas, los bares de moda y los veinteañeros con metralletas haciendo guardia en la puerta de casa. Todas las contradicciones que me llevaban andando desde el rascacielos de la plaza Sodeco hasta el barrio de Hamra. Cuarenta minutos, cuarenta kilómetros, cuarenta vidas persiguiendo los atardeceres de Beirut.

Me perdí tantas veces intentando memorizar las calles que quería enseñarte cuando ni siquiera eras todavía el eco de un futuro imprevisible... Siempre me pierdo pero siempre recuerdo todas las historias que se esconden en el aire irrespirable de las ciudades que amo. A veces se entremezclan y me entretengo separándolas delicadamente como cortinas de seda, las acaricio para que no se asusten y las guardo en cajas de memoria por si algún día quieres que te las explique. Todas las historias de todas las ciudades que quisiera enseñarte si algún día aprendes a leer las señales que dejo en las esquinas de este laberinto.

Recuerdo el día que lloré, perdida entre Ashrafieh y Hamra. Todas las lineas rectas se convertían en muros golpeados por los recuerdos de las bombas y la metralla y yo no era capaz de reconocer nada que no fuera mi propia ausencia y la incerteza apagada de no saber si algún día querrías que te explicara historias de fronteras frente al mar. Lloré porque era tarde y las calles hervían de gente con prisa, de taxis que hacían sonar el claxon de manera mecánica e incansable, de luces de neón sin sentido, porque era tarde y me iba a perder el atardecer en Raouche. Porque estaba infinitamente cansada y la distancia entre mi pasado y tu futuro se abría ante mí como un vértigo de mil montañas, como si todavía no hubiéramos hecho planes insensatos para perdernos y encontrarnos de nuevo.

Recuerdo a la señora que me consoló. Le dije que no iba a llegar a tiempo de ver el atardecer en Raouche, Barcelona en linea recta, tú al otro lado, cuando todavía no sabía que algún día te echaría de menos como si fueras la única posibilidad de sacarme de todos los laberintos. La señora me dijo que al día siguiente volvería a atardecer. Y al otro. Y al otro. Llamó un taxi para devolverme a casa. Me metió galletas en el bolso. Mañana volverá a atardecer desde Raouche. Mañana no te perderás. Descansa.