A
menudo eras un misterio de silencios y distancias.
Recuerdo
como si fuera ayer la primera vez que te rompiste, que lloraste todo
lo que estaba por llegar, que me pediste que me quedara y me quedé
porque me hubiera quedado aunque me hubieras echado a gritos, la
primera vez que te desnudaste lo suficiente como para entender que te
estaba pidiendo imposibles y lo estabas aceptando, que a veces no
necesitabas verme a tu alrededor danzando como una abeja enloquecida
pensando en el siguiente salto. Que a veces era necesario simplemente
que me sentara a tu lado y te quisiera así, serio, preocupado y un
poco perdido. Ordenar tus demonios interiores hasta que te convencía,
desde la calma que tuve que aprender a encontrar, que tus
preocupaciones iban a desaparecer por arte de magia si me quedaba
cerca. Que me dejaras. Que te dejaras. Era fácil convencerte, en
realidad.
Sonreías
un poco, ordenabas la mesa y me preguntabas si no tenía algún
examen para estudiar. Era tu odiosa manera de cambiar de tema. Y me
dejabas tu boli de la suerte y me preparabas un plato con galletas y
te sentabas a mi lado rodeado de libros y libretas haciendo como que
trabajabas, mirándome de reojo, aguantándote las ganas de
interrumpir mi falsa concentración.
No
me di cuenta de que me querías de verdad hasta que me dijiste que no
podías más. Te miré con cara de no entender nada y te lo hice
saber. “Te estoy mirando con cara de no entender nada, con cara de
estar en clase de mates, con cara de estar mirando una película de
esas que te gustan a ti” Porque yo a veces era un poco idiota y te
hablaba así. Y es cierto que en ese momento no entendía nada pero
nos ayudaron los demonios que llevaba tanto tiempo ayudándote a
ordenar. Se me cayó un botón de la camisa y te rompiste como un
vaso de cristal. Creo que fue la primera vez que te vi llorar de
auténtica tristeza. Al día siguiente me dijiste que el botón te
había recordado el viaje a Madrid con el instituto, cuando nos
escapamos por primera vez con la excusa de que a lo mejor nos
moríamos pronto y no podíamos perder el tiempo y perdí un botón
del bolso y me compraste un botón muy feo que a ti te parecía muy
bonito.
Y
yo seguía siendo idiota y seguía sin entender nada porque todo me
parecía una fiesta a tu lado y no entendía por qué estabas tan
serio y me hablabas de botones y temblabas. Por qué no podías más
y querías que me fuera aunque me acababas de pedir que me quedara.
Supongo que vi el futuro, un futuro en el que era un poco menos
idiota. Supongo que si me hubiera ido hubiéramos vuelto a nuestras vidas sensatas y tranquilas de gente que no pierde botones ni se
escapa de los sitios. Supongo que durante una milésima de segundo
entendí lo qué te estaba pasando y me quedé.
A
lo mejor me querías mucho más que yo a ti. Porque te pedía
imposibles y aceptabas. Porque todo me parecía fácil y me decías
que sí, muerto de miedo, valiente hasta el final. Incluso cuando lo
único que querías era una vida tranquila comiendo galletas mientras
me ayudabas a estudiar en tu mesa desordenada. Incluso cuando yo me comportaba como una
idiota y no me daba cuenta de que me necesitabas.
Tardé
en entender el valor real de todas las veces que me dijiste que sí,
de todos los obstáculos que ignoraste, de todas las veces que
dejaste que te cogiera de la mano en silencio, solo para que te
dieras cuenta de que estaba allí, que por supuesto que estabas a
salvo, que no pasaba nada aunque nos pasara de todo.
Siempre
serás la persona más valiente de esta historia.