miércoles, 24 de abril de 2019

IDIOTA Y VALIENTE


A menudo eras un misterio de silencios y distancias.

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que te rompiste, que lloraste todo lo que estaba por llegar, que me pediste que me quedara y me quedé porque me hubiera quedado aunque me hubieras echado a gritos, la primera vez que te desnudaste lo suficiente como para entender que te estaba pidiendo imposibles y lo estabas aceptando, que a veces no necesitabas verme a tu alrededor danzando como una abeja enloquecida pensando en el siguiente salto. Que a veces era necesario simplemente que me sentara a tu lado y te quisiera así, serio, preocupado y un poco perdido. Ordenar tus demonios interiores hasta que te convencía, desde la calma que tuve que aprender a encontrar, que tus preocupaciones iban a desaparecer por arte de magia si me quedaba cerca. Que me dejaras. Que te dejaras. Era fácil convencerte, en realidad.

Sonreías un poco, ordenabas la mesa y me preguntabas si no tenía algún examen para estudiar. Era tu odiosa manera de cambiar de tema. Y me dejabas tu boli de la suerte y me preparabas un plato con galletas y te sentabas a mi lado rodeado de libros y libretas haciendo como que trabajabas, mirándome de reojo, aguantándote las ganas de interrumpir mi falsa concentración.

No me di cuenta de que me querías de verdad hasta que me dijiste que no podías más. Te miré con cara de no entender nada y te lo hice saber. “Te estoy mirando con cara de no entender nada, con cara de estar en clase de mates, con cara de estar mirando una película de esas que te gustan a ti” Porque yo a veces era un poco idiota y te hablaba así. Y es cierto que en ese momento no entendía nada pero nos ayudaron los demonios que llevaba tanto tiempo ayudándote a ordenar. Se me cayó un botón de la camisa y te rompiste como un vaso de cristal. Creo que fue la primera vez que te vi llorar de auténtica tristeza. Al día siguiente me dijiste que el botón te había recordado el viaje a Madrid con el instituto, cuando nos escapamos por primera vez con la excusa de que a lo mejor nos moríamos pronto y no podíamos perder el tiempo y perdí un botón del bolso y me compraste un botón muy feo que a ti te parecía muy bonito.

Y yo seguía siendo idiota y seguía sin entender nada porque todo me parecía una fiesta a tu lado y no entendía por qué estabas tan serio y me hablabas de botones y temblabas. Por qué no podías más y querías que me fuera aunque me acababas de pedir que me quedara. Supongo que vi el futuro, un futuro en el que era un poco menos idiota. Supongo que si me hubiera ido hubiéramos vuelto a nuestras vidas sensatas y tranquilas de gente que no pierde botones ni se escapa de los sitios. Supongo que durante una milésima de segundo entendí lo qué te estaba pasando y me quedé.

A lo mejor me querías mucho más que yo a ti. Porque te pedía imposibles y aceptabas. Porque todo me parecía fácil y me decías que sí, muerto de miedo, valiente hasta el final. Incluso cuando lo único que querías era una vida tranquila comiendo galletas mientras me ayudabas a estudiar en tu mesa desordenada. Incluso cuando yo me comportaba como una idiota y no me daba cuenta de que me necesitabas.

Tardé en entender el valor real de todas las veces que me dijiste que sí, de todos los obstáculos que ignoraste, de todas las veces que dejaste que te cogiera de la mano en silencio, solo para que te dieras cuenta de que estaba allí, que por supuesto que estabas a salvo, que no pasaba nada aunque nos pasara de todo.

Siempre serás la persona más valiente de esta historia.


jueves, 11 de abril de 2019

ADRENALINA

Subí triste a aquel avión rumbo El Cairo sin saber que habías venido al aeropuerto, no sé si a despedirme o a pedirme por última vez que me quedara. 

Elegí El Cairo para alejarme porque sentía que tenía que volver a casa, porque quería olvidarme de todo el tiempo en que mi casa habías sido tú. Prenderte fuego, limpiar los escombros, los restos de un naufragio inesperado, plantar un árbol en algún rincón de mi mente, algo que me recordara las raices que me negaba a tener.

Y sin embargo creía que estaba volviendo a casa, a mi habitación con vistas al Nilo, al barrio de ricos donde me pasaba los días alimentándome de zumo de mango y falafel. Las niñas haciendo collares con flores a la orilla del río, los hombres guapos con cruces  coptas tatuadas en las muñecas que me cruzaban de una parte a otra en sus barcas sucias, el señor que me ofrecía té cuando iba a la mezquita a buscar un sitio fresco y tranquilo donde pasar las tardes traduciendo cuentos. 

A mí solo me interesaban las fronteras porque eran los lugares donde sentía que podría llegar a desaparecer del todo. Atravesar el desierto, aprender a bailar medio desnuda en sitios prohibidos, esquivar la muerte como quien esquiva una bala a cámara lenta. 

Era la adrenalina de nuestros primeros años lo que echaba de menos. Te convertiste en una casa tranquila que me miraba con aspecto de suplicarme que no volviera a coger carrerilla. Ordenabas mis cajones y me abrochabas el último botón de la camisa. El que me ahogaba. El que nunca hay que abrochar. 

Habían pasado ocho años desde el día en que te expliqué los motivos por los que yo era tu mejor opción. Quizás decir que sí fue lo más valiente que harías nunca. Y dejar que me fuera lo más cobarde. No hubieras sobrevivido conmigo en El Cairo. Ni en ninguna de las otras ciudades donde aterrizaba en busca de la adrenalina que necesitaba para seguir avanzando. Salía volando como las flores de verano que me ponías en el pelo cuando todavía nos escondíamos para vernos. Salía volando siempre, convencida de que ya no necesitaba que estuvieras abajo esperando. 

Era la adrenalina lo que echaba de menos cuando me fui. Sentarme a tu lado a imaginar aventuras. Todos los "te imaginas..."  Todos los imposibles. Todos los muros que derribé a cabezazos para que al final acabarás así, como el hombre tranquilo que me abrochaba el último botón de la camisa mientras yo te miraba estupefacta sin reconocerte. 

Echar de menos la casa que fuiste. Prenderte fuego las veces que sean necesarias.