domingo, 26 de mayo de 2019

LAS CIUDADES QUE ODIO


Nostalgia es saber que en Beirut hace sol, que llueve en Londres, que hoy a las dos de la mañana alguien abrirá una ventana en El Cairo y mirará el Nilo mientras bebé karkadé. Odio el karkadé. Podría volver a cualquier sitio y encontrar todas las pistas que dejé por si algún día era necesario perderse. Nostalgia es saber que en Verona está nublado y hace calor y se derriten los helados y hay una cola de gente estúpida esperando para visitar a la casa de Julieta y hacerse fotos debajo de su balcón y ensuciar las paredes con promesas de amor mediocre. Odio eterno a los amores mediocres. Que en Beirut hace sol. Que en Londres llueve.

Que la nostalgia es la trampa que se esconde detrás de todos los paisajes que es necesario reinventar. Que la espiral del recuerdo nos escupe a la cara para que huyamos en dirección contraria. Volver a todos los sitios donde estuve, volver con la cara lavada, los armarios vacíos, como si fuera la primera vez, la sorpresa a cada paso, las puertas abiertas a sitios desconocidos. Revisar la lista de cosas que prometí que nunca haría e ir tachándolas con furia, hacer que sangren los pliegues del tiempo, devolver a la vida todos los monstruos que se escondían en los márgenes de lo imposible y dedicarles una reverencia antes de saltar al vacío. Todo lo que prometí no hacer nunca. La paradoja que apagará todas las estrellas, un punto fijo en la frontera del destino. Quemar la lista de las cosas imposibles.

Hay ciudades que odio. Odio El Cairo y las ventanas abiertas a las dos de la mañana. Odio aquella ciudad marroquí donde he vuelto mil veces y donde he jurado no volver otras mil. Odio París porque no he conseguido crear recuerdos nuevos en ninguna de sus esquinas. Las esquinas son importantes. Como lo son los dinteles de las puertas, los espacios intermedios, ni entrar ni salir, quedarse en la frontera, en el punto exacto donde desaparecen los duendes en los cuentos de hadas.

Habrá que inventar una palabra para definir lo contrario de nostalgia, para explicar lo que significa subir a un tren que no sé adónde va, que recuerda a un pasado lleno de futuros. Volver a bautizar las ciudades que odio. Inventar nombres. Nombrar un mundo nuevo.

Aunque en Beirut haga sol. Aunque llueva en Londres. 
Aunque viva siempre en las fronteras de lo que nadie entiende.

miércoles, 15 de mayo de 2019

LABERINTO CRUSH 1


Algún día dejarás de ser laberinto, el desconcierto que altera todas las certezas, el vértigo escondido en las esquinas, todas las verdades a medio decir, el tiempo brillando en el espejo que debí romper antes de que fueras el reflejo exacto de todo mi desorden.

Negaré entonces haber reconocido las advertencias, los gritos silenciosos de los demonios muertos susurrándome al oído que te dejara caer, como se dejan caer los futuros imposibles, increados, inconclusos, infinitos. Futuro imperfecto todavía no explicado, todavía no roto. Escapar en dirección contraria a todos tus eclipses.

Algún día dejarás de ser el laberinto frío donde acaban los caminos que recorro mientras duermes, el desierto lunar o el espacio vacío en medio de un cuerpo que huye en dirección contraria a tus horizontes. Nos olvidaremos de todas las batallas, de los espejismos fugaces como planetas desorbitados. Llegarán de golpe todas tus primaveras, como un incendio de ruegos olvidados, llegará el otoño y acabará esta guerra de tormenta repentina, de escalofrío, de rabia inconfesable. Como si la vida fuera algo más que un corazón a medio hacer o un pan pequeño que no sabes si acabará de cocerse alguna vez. La ley no escrita, no viva, no siempre, las palabras que brotan para dictar sentencias, para recordarnos las realidades que asesinarán cualquier metáfora. 

Tú, el laberinto. La explicación que nunca te daré.

El amor escondido en el refugio del monstruo al que nunca podremos acercarnos. Muerto de hambre. Muerto de frío. Muerto de silencios.

A veces perder la guerra consiste en dejar morir la metáfora, la indecencia, la utopía cansada de guardar en un cajón todos los laberintos que nunca podré explicarte.



martes, 14 de mayo de 2019

CITA CON AGATHA CHRISTIE


A veces la vida en El Cairo me asfixiaba. Era el Egipto de antes de la Revolución, cuando todavía me podía escapar al desierto y acariciar antiguos iconos dorados en monasterios lejanos. Pero de vez en cuando necesitaba escapar del polvo de la ciudad, del ruido y el desorden que compensaban mi propio desconcierto. A veces necesitaba ponerme un vestido bonito, perder un paraguas, oler la hierba recién llovida, buscar el primer avión que me llevara a Inglaterra. Mi compañera de piso siempre me hacía la misma broma. ¿Ya te vas a tomar el té con la reina? Y yo siempre contestaba lo mismo. Con la reina Victoria. Y prometía que me guardaría mi habitación con vistas al Nilo hasta que decidiera volver.

Los vuelos a Manchester me permitían cumplir mi palabra. Pedía un te para llevar y me sentaba lo más cerca que podía de la estatua de la Reina Victoria. Lo más cerca que podía teniendo en cuenta que a sus pies duermen todos los borrachos de la ciudad. Nunca me quedaba demasiado tiempo en Manchester. Lo justo para visitar la biblioteca de John Rylands, tomar el te en la Richmond Tea Room y, si tenía sitio donde dormir, buscar un bar donde escuchar en directo algún grupo que quisiera parecerse a The Smiths.

Pero lo mejor de Manchester siempre fue el tren que me llevaba a York. Poco más de una hora de viaje, dos si decidía ir directamente desde el aeropuerto, para llegar a mi escondite favorito. Justo en el centro de la isla. A la misma distancia de Londres que de Edimburgo. El sitio perfecto para alguien que quería estar siempre en cualquier otro sitio. A la misma distancia de casi cualquier sitio. Siempre buscando el centro.

York eran los paseos por la murallas buscando ecos de fantasmas medievales, pasar el rato en el jardín-cementerio de mi iglesia favorita, escondida en un rincón inesperado, sentarse en la hierba que crece en la parte de detrás de la catedral, pasar por delante de Betty’s sabiendo que las mejores meriendas están en otro sitio, más pequeño, menos famoso, más mío. Jugar a ser vikingos, conquistar la ciudad, subir a la torre más alta, comer tailandés en los Shambles, recorrer todas las calles descifrando secretos y hechizos, inventarse historias de duendes perdidos, maldecir los horarios ingleses, las cenas a las 7 de la tarde, el frío del atardecer. Acostumbrada a las largas noches egipcias paseando por la orilla de Nilo a veces resultaba un poco difícil calcular las horas de las meriendas y que no se cruzasen con las horas de los vinos.

Recuerdo a Johnny que me alquiló una habitación en su casa. Una habitación tranquila y bonita en el ático. Olía a madera y por las mañanas entraba el sol inglés, tímido y escaso. El comedor de aquella casa siempre era una sorpresa de gente diferente, ahora coreanos, luego escoceses, más tarde italianos… Nunca fui su invitada más sociable. A menudo desaparecía los fines de semana. Pero guárdame la habitación, Johnny, que el domingo vuelvo, le decía siempre pensando que cualquier día llegaría de explorar el territorio y me encontraría algún francés durmiendo en mi cama. Y Johnny se reía y me guardaba la habitación. Johnny, no me esperes a cenar que llegaré un poco más tarde. Porque a veces necesitaba quedarme un rato más en mi ciudad vikinga, no volver todavía a casa,  aunque todo estuviera cerrado y solo pudiera refugiarme del frío verano inglés en algún pub de gente bebiendo cerveza. Al final Johnny entendía que no me pasaba nada, que solo necesitaba estar un rato sola, que estaba todo el día rodeada de gente en la universidad, que le agradecía todos sus intentos por asegurarse de tenerme siempre ocupada pero que de vez en cuando necesitaba estar sola o por lo menos estar sin él. Chica egipcia, Cleopatra… me llamaba, tienes demasiado desierto en la cabeza.

No siempre que llegaba a York encontraba alojamiento en casa de Johnny. Ni en ningún otro sitio. A no ser que quisiera dormir en su sofá. Mi ciudad favorita de Inglaterra no trata bien a los que improvisamos. Por eso algunas veces buscaba donde dormir en Leeds, a veinte minutos en tren de York. No tan bonita, no tan vikinga pero más grande y por lo tanto con más hoteles.

Tanto Leeds como York me permitían explorar los alrededores con cierta facilidad. Llevaba el caos de Egipto escondido siempre en algún lugar de la mente. A veces me desbordaba, me superaba, me olvidaba que estaba a salvo a las puertas de la catedral más bonita de Gran Bretaña. Mi estrategia para calmarme era calcular distancias en trenes. Mis distancias siempre eran temporales, nunca kilométricas. Porque mi cabeza está llena de desierto, de ciudades vikingas y de tiempo. Sobre todo el tiempo que me obsesionaba.

De York a Leeds, veinte minutos.
De York a Harrogate, media hora.
De York a Knaresboroug, veinte minutos
De York a Edimburgo, dos horas y media.
De York a Liverpool, dos horas.
De York a Hebden Bridge, una hora y veinte minutos.

Lo repetía hasta que conseguía volver a respirar con tranquilidad. A veces los tiempos era mayores, hacia el este, hacia el sur... Calculaba las distancias, las idas y las vueltas, los trenes y los autobuses… Siempre preferí los trenes y por eso siempre me quedé con las ganas de visitar Whitby donde era más fácil llegar en autobús. Eran los tiempos en que calculaba las distancias en un mapa de papel que a penas era capaz de entender. Mi estrategia para sacar el ruido de mi cabeza. Los mapas. Hoy en día consulto la aplicación de la National Rail y su Planner. Todas las distancias, todos los horarios, todos los precios, todas las vías desde donde salen todos los trenes. Mucho más práctico. Pero lo práctico nunca consiguió ordenar el caos en mi mente.

Chica egipcia, Cleopatra… ¿hoy también llegas tarde a casa?

Intentar explicarle a Jonnhy que quería visitar sitios que casi nadie visita. Como por ejemplo Harrogate porque era el pueblo donde encontraron a Agatha Christie aquella vez que estuvo desaparecida durante diez días. Nadie supo nunca lo que pasó durante aquella desaparición. Ella nunca lo explicó. Los whovians lo saben gracias al episodio de El Unicornio y la Avispa, por supuesto.

No me esperes a cenar, Johnny, tengo una cita con Agatha Christie.




domingo, 5 de mayo de 2019

GRACIAS


Lo más parecido que hicimos nunca a morirnos fue besarnos por primera vez porque se te desbocó el corazón de tal manera que pensé que tendría que informar al conserje de que necesitabas una ambulancia. Te recuerdo mirando la puerta de clase con tanta fuerza que estaba segura de que en cualquier momento dispararías rayos láser por los ojos. Y te lo dije, que dejaras de intentar destruir la puerta con rayos láser, que quisieras o no necesitábamos aquella puerta para escondernos y que iba a ser un problema lo de dar explicaciones y que ya teníamos bastantes problemas y que no te preocuparas que lo tenía todo controlado. Puerta incluida.

Solo entonces reaccionaste. Porque solo reaccionabas cuando te decía que lo tenía todo controlado para mirarme con ojos de rayos láser que era casi lo mismo que decir que de repente te acordabas de que nada de lo que hacíamos tenía sentido. Con el tiempo aprendí a dosificar mis afirmaciones de tenerlo todo controlado porque era mucho peor tener que aguantar tus ataques de responsabilidad que asumir que éramos incapaces de controlar nada. Cuanto antes asumas que esto es un descontrol, mejor, te decía. Y aún así te quedabas. 

Te arreglabas el flequillo, te limpiabas las gafas con la manga del jersey y fumabas asomado a la ventana con ese aire de no entender nada que tenías siempre. A veces conseguía robarte el tabaco y los mecheros y te los tiraba a la basura y te llenaba las cajetillas con pipas de loro para que te entretuvieras. Pero nunca conseguí que dejaras de fumar.

La puerta. La puerta de la clase donde conseguí besarte por primera vez sin que salieras corriendo sí que la tenía controlada. Nadie podría entrar hasta que yo no quitara el trocito de clip con que el que impedía que la llave funcionara. Nadie podría entrar ni salir, de hecho. El trocito de clip que se quedó atascado en la cerradura y la inutilizó. Y se acabó la hora del patio y ni ellos podían entrar ni nosotros podíamos salir. Por eso creo que lo más cerca que estuviste de morirte fue la primera vez que nos besamos. Primero por el susto de lo inesperado y después porque el conserje tuvo que desmontar la puerta para que pudiéramos salir de clase como si no hubiera pasado nada porque por supuesto que estábamos repasando para un examen y no teníamos ni idea de qué le había pasado a la puerta.

En realidad todo estuvo lleno de primeras veces enloquecidas. Todas las primeras veces que tuve que convencerte de todo. Siempre el corazón al galope. ¿Cuántos latidos gastaste mientras estabas conmigo? Seguro que hay alguna leyenda india o japonesa o lapona que explica algo parecido a que venimos al mundo con un número concreto de latidos. Y cuando se acaban, se acaban. Seguro que en alguna biblioteca perdida debe haber un libro polvoriento que lo explica. Es posible que incluso exista un sitio entremundos donde alguien lleve la cuenta de nuestros latidos. Y cuando se acaban te mueres. Y no hay negociaciones. El tipo que lleva la cuenta es implacable. La culpa es tuya por provocar taquicardias, ahora no vengas pidiendo prórrogas. Se ha muerto y punto. Se acabaron los latidos. Haber ido más despacio.

He paseado por tantos cementerios buscando tumbas... En París, el cementerio de Père-Lachaise buscando a Isadora Duncan y su libertad de bailarina descalza y despeinada, el de Montparnasse buscando a Cortázar, querido cronopio, el de Scarborough, lleno de cuervos, para comer un sandwich de queso y mermelada de arándanos junto a la tumba de Anne Brontë. Ángeles de piedra recortados contra cielos grises y azules. Fechas grabadas en piedras cubiertas de musgo. El cementerio de mi iglesia favorita de York, pequeña y escondida, donde tantas veces he parado a descansar.

Nunca pasearé por ningún cementerio buscando tu tumba. 

En algún otro libro de páginas amarillas, en alguna biblioteca preciosa, debe haber otra historia que explique que la culpa no es de nadie, que no conseguí que dejaras de fumar, que al final no conseguimos ser nada más que un recuerdo lejano, que a lo mejor nunca te perdoné que no volvieras a buscarme, que tengo el corazón lleno de todos los desiertos, montañas, pueblos, monasterios y fronteras que visité sin ti gracias a que no viniste a buscarme, que en el fondo sé que no era contigo con quien tenía que atravesar los desiertos, ni subir las montañas, ni morirme de miedo cruzando lagos en barcas enclenques. 

Tu aventura fue dejar que te besara por primera vez en una clase vacía a la hora del almuerzo. La mía, todo lo que ha venido después. Todo lo que vendrá. Que estoy aquí, en este preciso momento, en este preciso lugar, gracias a que nunca viniste a buscarme cuando me fui, en aquellos tiempos extraños sin teléfonos ni internet. 

No me esperes levantado. Gracias. Muchas gracias.

Siempre valen la pena todos los corazones desbocados.