A veces la vida en El Cairo me
asfixiaba. Era el Egipto de antes de la Revolución, cuando todavía
me podía escapar al desierto y acariciar antiguos iconos dorados en
monasterios lejanos. Pero de vez en cuando necesitaba escapar del
polvo de la ciudad, del ruido y el desorden que compensaban mi propio
desconcierto. A veces necesitaba ponerme un vestido bonito, perder un
paraguas, oler la hierba recién llovida, buscar el primer avión que
me llevara a Inglaterra. Mi compañera de piso siempre me hacía la
misma broma. ¿Ya te vas a tomar el té con la reina? Y
yo siempre contestaba lo mismo. Con la reina Victoria. Y
prometía que me guardaría mi habitación con vistas al Nilo hasta
que decidiera volver.
Los
vuelos a Manchester me permitían cumplir mi palabra. Pedía
un te para llevar y me sentaba lo más cerca que podía de la estatua
de la Reina Victoria. Lo más cerca que podía teniendo en cuenta que
a sus pies duermen todos los borrachos de la ciudad. Nunca me quedaba
demasiado tiempo en Manchester. Lo justo para visitar la biblioteca
de John Rylands, tomar el te en la Richmond Tea Room y, si tenía
sitio donde dormir, buscar un bar donde escuchar en directo algún
grupo que quisiera parecerse a The Smiths.
Pero
lo mejor de Manchester siempre fue el tren que me llevaba a York.
Poco
más de una hora de viaje, dos si decidía ir directamente desde el
aeropuerto, para llegar a mi escondite favorito. Justo en el centro
de la isla.
A la misma distancia de Londres que de Edimburgo. El sitio perfecto
para alguien que quería estar siempre en cualquier otro sitio. A la
misma distancia de casi cualquier sitio. Siempre buscando el centro.
York
eran los paseos por la murallas buscando ecos de fantasmas
medievales, pasar el rato en el jardín-cementerio de mi iglesia
favorita, escondida en un rincón inesperado, sentarse en la hierba
que crece en la parte de detrás de la catedral, pasar por delante de
Betty’s sabiendo que las mejores meriendas están en otro sitio,
más pequeño, menos famoso, más mío. Jugar
a ser vikingos, conquistar la ciudad, subir a la torre más alta, comer tailandés en los Shambles, recorrer todas las calles descifrando secretos y hechizos, inventarse historias de duendes perdidos, maldecir los horarios ingleses, las cenas a las 7 de la tarde, el
frío del atardecer. Acostumbrada a las largas noches egipcias
paseando por la orilla de Nilo a
veces resultaba un poco difícil calcular las horas de las meriendas
y que no se cruzasen con las horas de los vinos.
Recuerdo
a Johnny que me alquiló una habitación en su casa. Una habitación
tranquila y bonita en el ático. Olía a madera y por las mañanas
entraba el sol inglés, tímido y escaso. El comedor de aquella casa
siempre era una sorpresa de gente diferente, ahora coreanos, luego
escoceses, más tarde italianos… Nunca fui su invitada más
sociable. A menudo desaparecía los fines de semana. Pero
guárdame la habitación, Johnny, que el domingo vuelvo, le
decía siempre pensando que cualquier día llegaría de explorar el
territorio y me encontraría algún francés durmiendo en mi cama. Y
Johnny se reía y me guardaba la habitación. Johnny, no me
esperes a cenar que llegaré un poco más tarde. Porque
a veces necesitaba quedarme un rato más en mi ciudad vikinga, no volver todavía a casa, aunque
todo estuviera cerrado y solo pudiera refugiarme del frío verano
inglés en algún pub de gente bebiendo cerveza. Al
final Johnny entendía que no me pasaba nada, que solo necesitaba
estar un rato sola, que estaba todo el día rodeada de gente en la
universidad, que le agradecía todos sus intentos por asegurarse de
tenerme siempre ocupada pero que de vez en cuando necesitaba estar
sola o por lo menos estar sin él. Chica egipcia,
Cleopatra… me llamaba, tienes
demasiado desierto en la cabeza.
No siempre que llegaba a York
encontraba alojamiento en casa de Johnny. Ni en ningún otro sitio. A
no ser que quisiera dormir en su sofá. Mi ciudad favorita de
Inglaterra no trata bien a los que improvisamos. Por eso algunas
veces buscaba donde dormir en Leeds, a veinte minutos en tren de
York. No tan bonita, no tan vikinga pero más grande y por lo tanto
con más hoteles.
Tanto Leeds como York me permitían
explorar los alrededores con cierta facilidad. Llevaba el caos de
Egipto escondido siempre en algún lugar de la mente. A veces me desbordaba, me superaba, me olvidaba que estaba a salvo a las puertas
de la catedral más bonita de Gran Bretaña. Mi estrategia para
calmarme era calcular distancias en trenes. Mis distancias siempre
eran temporales, nunca kilométricas. Porque mi cabeza está llena de
desierto, de ciudades vikingas y de tiempo. Sobre todo el tiempo que
me obsesionaba.
De York a Leeds, veinte minutos.
De York a Harrogate, media hora.
De
York a Knaresboroug, veinte minutos
De York a Edimburgo, dos horas y
media.
De York a Liverpool, dos horas.
De York a Hebden Bridge, una hora y
veinte minutos.
Lo repetía hasta que conseguía volver a respirar con tranquilidad. A veces los tiempos era mayores, hacia el este, hacia el sur... Calculaba las distancias, las idas y
las vueltas, los trenes y los autobuses… Siempre preferí los
trenes y por eso siempre me quedé con las ganas de visitar Whitby
donde era más fácil llegar en autobús. Eran los tiempos en que
calculaba las distancias en un mapa de papel que a penas era capaz de
entender. Mi estrategia para sacar el ruido de mi cabeza. Los mapas.
Hoy en día consulto la aplicación de la National Rail y su Planner.
Todas las distancias, todos los horarios, todos los precios, todas
las vías desde donde salen todos los trenes. Mucho más práctico.
Pero lo práctico nunca consiguió ordenar el caos en mi mente.
Chica egipcia, Cleopatra… ¿hoy
también llegas tarde a casa?
Intentar explicarle a Jonnhy que
quería visitar sitios que casi nadie visita. Como por ejemplo
Harrogate porque era el pueblo donde encontraron a Agatha Christie
aquella vez que estuvo desaparecida durante diez días. Nadie supo
nunca lo que pasó durante aquella desaparición. Ella nunca lo
explicó. Los whovians lo saben gracias al episodio de El
Unicornio y la Avispa, por supuesto.
No me esperes a cenar, Johnny,
tengo una cita con Agatha Christie.