domingo, 31 de marzo de 2019

SIN ARREPENTIRNOS


Tardaste ocho años en preguntarme si me arrepentía de algo.

Esperaste a que acabara el último examen de la carrera, a que llenara cinco páginas con mi letra pequeña y redonda hablándole de Mahmud Darwish a mi profesor de literatura, a que saliera a la calle pensando en Jerusalén sin ti, a que el viento me levantara la falda, a que fuera capaz de decir en voz alta lo que llevaba meses pensando. Que me iba. Que te vinieras. Que por qué no te venías. Qué por qué no me quedaba.

Que si me arrepentía de algo.

Claro que me arrepentía. De no haberte acorralado más veces cuando ibas a clase con tu bolsa marrón llena de papeles desordenados, de no haber entendido a tiempo que todas tus distancias solo eran pánico a las alturas. Tu indiferencia, tu cara seria, tu flequillo loco, tus ganas de salir corriendo en dirección contraria, los días en que no era capaz de diferenciar si estabas preocupado por tus cosas o enfadado conmigo. Me arrepentía de no haber entendido por qué me pedías que me quedara quieta. Siempre me moví mucho más rápido de lo que tu prudencia podía asumir. Mis quince años frenéticos. Era divertido ver como se te iba cayendo la armadura.

Los primeros cinco meses en el instituto, los siguientes tres años sin ti en clase pero contigo siempre, los últimos cinco años universitarios. Las tres partes de nuestro gran libro de aventuras.

Cinco meses sin respirar, sin dormir, sin pensar, sin sentido ¿Cómo podría arrepentirme de nada que no fuera no haber pasado más tiempo contigo? ¿Cómo podría arrepentirme de los siguientes tres años buscando escondites y subiendo a trenes para ir a verte? Cruzar fronteras, romper las reglas como nunca jamás lo he vuelto a hacer.

¿Cómo se me iban a olvidar cada uno de los días que dibujaron la historia que me ha traído hasta aquí?

Cada uno de los trenes a los que subí, los desiertos que atravesé, los mares donde pensé que me ahogaría, las bombas que conseguí esquivar, las manos que solté porque el peso no me dejaba caminar. ¿Hubiera sido tan valiente o tan insensata si no hubiera aprendido a sobrevivir a tu lado?

¿Me preguntarías ahora si me arrepentiré de todo lo que todavía está por llegar?


miércoles, 20 de marzo de 2019

SOBREVIVIR AL INVIERNO


Nunca me dijiste lo que tenía que hacer. Aunque te lo pidiera. Aunque necesitara que ordenases las piezas del rompecabezas. Era la parte del pacto que no escribimos nunca y que acepté por intuición, como todo lo demás, con los ojos cerrados y las manos extendidas para parar los golpes contra las paredes que aparecían de repente en medio de mi laberinto. Si quieres jugar a ser mayor, espabila, parecías decirme cuando perdía la brújula.

En realidad pensaba que no necesitaba brújula porque cerraba los ojos, porque confiaba a ciegas, porque siempre estabas al final de todos los pasillos que me daba miedo atravesar. Incluso cuando no estabas. Porque a veces no estabas. Y me intentabas convencer de que no importaba, que estaban las palabras y los recuerdos, que volvías enseguida porque el tiempo era mentira. Que siempre ibas a estar detrás de todas las oscuridades para recogerme. Y yo odiaba tus estúpidos discursos poéticos porque quería que estuvieras de verdad, que no fueras metáfora, o cualquier otra maldita figura retórica. Como si todas las metáforas del mundo pudieran compararse a cogerte de la mano. Como si todos los recuerdos de mundo pudieran compararse a tenerte cerca.

Nunca me dijiste lo que tenia que hacer. Ahora creo que no tenías ni idea. Improvisábamos. Yo soñaba con auroras boreales y tú coleccionabas silencios y palabras a medio decir. Yo salía a buscar la primera amapola de la primavera y te explicaba con detalle dónde la había visto, lo bonita que era, lo feliz que me sentía cuando veía las amapolas. Ahora te hubiera enviado todas las fotos de la primera amapola. Ver la primera amapola de la primavera era la señal de que habíamos sobrevivido al invierno. Te pedía que vinieras conmigo a explorar pero tú preferías quedarte en casa y que te lo explicara más tarde.

¿Cuándo dejaste de estar al otro lado de los miedos, esperando para recogerme? ¿Cuándo dejé de buscar amapolas?

Te regalé una brújula porque pensaba que la necesitabas más que yo. Me gustaba cuidar de ti y estar, algunas veces, al final de tu propio miedo. El que no querías enseñarme. El que yo sabía que tenías. Matar todos tus monstruos. Que no me esperases y estar allá, con el machete de exploradora, dispuesta a cortar todas las cabezas que me impidieran protegerte. 

Cogerte de la mano por sorpresa, hablarte de las amapolas, decirte que todo iba a salir bien aunque no tuviera ni idea de nada. Romperte los esquemas, ordenar las piezas, sobrevivir al invierno.




jueves, 7 de marzo de 2019

ABISMOS


Pienso en los abismos.

En Milton y su paraiso perdido cuando Satanás gritaba “levantaos o permaneced caídos para siempre”, en ejércitos de ángeles intentando ordenar el caos y la noche mientras Dios exclamaba que el abismo era Él mismo, en el vértigo reconocible de saberse cerca de los límites, los bordes de la realidad plegándose sobre si misma hasta convertirse en la pelota con la que juegan los perros de todos los dioses que alguna vez decidieron existir.

Quizás en algún momento estuve a punto de saltar como tantas veces, de arrastrarte conmigo como hacía siempre y me hiciste notar que había un puente cerca. Cruzar al otro lado por el camino fácil, seguro, sin riesgos. Mi puente era de cuerdas y tablones, de los que se rompen antes de llegar al otro lado, de los que te obligan a aguantar la respiración y descubrir con sorpresa que al final has sobrevivido. Tú me hacías mirar un poco más allá. A tus puentes de piedra, coronados por ángeles perfectos, la mirada serena hacia el horizonte, petrificados en un sueño eterno de vigilantes de abismos. Y me cogías de la mano y me llevabas hasta el puente porque no querías vértigos ni saltos al vacío.

No era verdad que mis saltos fueran al vacío. Tenía la certeza de saber exactamente hacia dónde iba, con mi brújula y mis mapas, bordeando las fronteras marcadas, despistando a los guardianes de la falsa moral, escondiéndome en los márgenes o fingiendo un disfraz de niña perfecta que esperaba el momento de incendiar el teatro donde todos fingían, donde todo el mundo traicionaba sus deseos, cambiaba sueños por pesadillas, vértigos por puentes de piedra. Odiaba sus caminos marcados, el camino de baldosas amarillas que Dorothy tenía que recorrer para llegar hasta el mago de Oz y descubrir finalmente que era un gran impostor. Era mucho más divertido utilizar los zapatos rojos de la bruja para recorrer otros caminos. Qué le den a Kansas, que le den a Dorothy, que le den al Mago mentiroso.

Sé que nunca dejaste de quererme pero sí dejaste de necesitar el vértigo de cuando nos escondíamos, de cuando planeábamos citas en sitios lejos de casa, de cuando todo te provocaba el espanto de quien jamás ha caminado fuera del camino marcado. Porque decías que ya no hacía falta, porque pensabas que todo lo hacía porque no había otra manera, porque si de repente ya éramos mayores para qué seguir jugando. Intenté que recordaras por qué habías aceptado seguirme y tú solo me abrazabas como si así pudieras evitar que saliera volando. Ojalá no se te hubiera olvidado cómo volar. Ojalás nunca se te hubiera olvidado cómo brillabas cuando éramos clandestinos, fugitivos, exploradores de los límites marcados.

Quizás nunca vaya a perdonarte que no creyeras que mi vértigo era compatible con tu calma. Que se me pasaría, que al final entendería que era mejor cruzar por el puente de piedra y dejar de saltar. Quizás nunca vaya a perdonarte que intentases domesticarme. Quizás ha llegado el momento de vomitar todos los abismos que nunca llegué a cruzar.