domingo, 15 de diciembre de 2019

EL AMOR NUNCA FUE SUFICIENTE

A veces el amor no es suficiente y suenan los canciones que anuncian la llegada de un invierno que prometí esquivar.  Repaso todos los planes absurdos que tejíamos cuando no éramos conscientes de que el tiempo nos devoraba. A veces odio las canciones, los inviernos, el tiempo, la hoguera donde intento descongelar la tristeza que me regalas cada vez que sonríes y ya no recuerdas cuando estabas seguro de que el amor sería suficiente.

Nunca lo es porque el tiempo lo devora todo. A veces el amor no es suficiente aunque llegues con las manos llenas y me quieras convencer de que nosotros no vivimos en el tiempo sino en la eternidad. Aunque llegues y me quieras y yo me lo crea. Aunque tú siempre seas y yo desaparezca. Aunque tú no seas y yo me pierda.

Ojalá me encontrases siempre, cada vez que me pierdo y tu nombre resuena en mi cabeza como la brújula que intento entender, como el mantra que me calma cuando por fin recupero el camino y te veo lejos y te ríes como te ríes siempre cuando se abren las puertas del infierno y te vuelves invencible aunque el amor ya no sea suficiente y me olvides.

Estoy cansada de recordar espaldas que se alejan sin despedirse, sin recordar, sin remedio. El amor debería ser suficiente para encontrar la salida de este laberinto, para detener los eclipses que te alejan de mí. El miedo es un eclipse que oscurece tu memoria. Y el amor, que nunca será suficiente, que nunca será lo que fue, debería ser el inicio de todos los universos en los que jamás nos encontraremos.

Miles de universos muertos porque el amor nunca fue suficiente.

lunes, 9 de diciembre de 2019

A VECES LOS AVIONES SON MENTALES

A veces los aviones son mentales. 

No sé si alguna vez podré explicarte que desde que te conozco huyo de ti cada vez que subo a un avión. Huyo de ti y de la certeza de saber que te querré siempre. Siempre, nunca, a veces. Todos los pliegues del tiempo encerrándome en la cárcel de tu presencia fugaz. 

A veces estrello aviones en mi mente. O aterrizo en las mismas ciudades de siempre con la intención de borrar tus huellas, quemar todo lo bonito, todas las distancias, todos los recuerdos prisioneros en el ámbar líquido de una promesa jamás cumplida. 

Desearía no haberte conocido nunca. Lo deseo mientras te sonrío, mientras pienso que soy feliz y estoy triste. Lo confieso cuando bebo demasiado y se estrellan definivamente todos los aviones a los que subo para alejarme de ti, cuando alguien me acompaña a casa y me pregunta por ti y le obligo a callar y solo deseo que no existas, en ninguno de los posibles universos donde me escondo.

Lo confieso cuando te conviertes en todas las preguntas que alguna vez reclamaron su respuesta. 

Cuando todos sabemos que hay preguntas que nunca deben ser respondidas, que hay lugares a los que nunca hay que regresar. 

Cuando mueren las palabras que no se dicen nunca, las que se convierten en excusas, en medias verdades, en silencios necesarios. 

Cuando destruyo todos los futuros donde existes y niego todos los pasados en los que me mentiste tantas veces.

Háblame de vértigos la próxima vez que recuerdes lo feliz que fui cuando estaba triste y estabas cerca. Porque nunca sabrás que huyo de ti cada vez que subo a un avión.

A veces los aviones son mentales y se estrellan contra corazones asfixiados. Como si por una vez se pudieran cumplir los deseos que pediste cuando todavía tenías fe.

lunes, 2 de diciembre de 2019

MILA, ARNAU, ABISMO

Solitud (1905) novela escrita por Caterina Albert. En el capítulo 10 Arnau le declara su amor a Mila y ella, mujer casada y mayor que él, le rechaza aunque también le ama.


Querido Arnau,

te mentí. De nada sirve intentar explicar si fue por miedo, por prudencia o por cobardía. Solo sé que te mentí, que todos mis silencios fueron las mentiras con las que intentaba protegerte y escapar de ti, que cada vez que sonreía y te dejaba hablar te mentía. 

¿Fuiste consciente alguna vez de la oscuridad en la que vivía? ¿Sabías el efecto que causaban tus palabras en mí y jugaste con ello?  Guardo el recuerdo de todas las veces que me pedíste que huyeramos. Mi muralla siempre fue la risa. Reía cada vez que me explicabas todos los sueños que querías vivir lejos de la ermita. Cada vez que intentabas rescatarme de todos los dolores que ni siquiera eras capaz de intuir. A veces me mirabas en silencio y temía que pudieras llegar a leer todos los secretos que intentaba ocultarte. Reía siempre para disimular todas las tristezas de mi vida sensata. 

Sería fácil llamarme cobarde por no haber sido capaz de dejar a Matias y escapar contigo a cualquier ciudad inventada por tu imaginación infantil. ¿Qué hubiéramos hecho, Arnau? ¿En qué lugar te habrías cansado de mí, de mis años, de mis temores? ¿En qué momento me habrías cambiado por otra con menos historia a sus espaldas?

No me llames cobarde cuando todo lo que hice fue protegerte de una vida a mi lado para que pudieras derribar todas las murallas sin tener que esperarme. Te amé tanto como para hacerte creer que no te quería, para que fueras libre, para que dejaras de regalarme rosas por Sant Ponç, para que dejaras de preocuparte cuando me veías triste al lado de Matías. Siempre sonreía cuando te acercabas. A veces no te creías que estuviera contenta. Te mentí tantas veces cuando todo lo que quería era gritar la verdad y que se hundiera la ermita, Sant Ponç, el pueblo entero, la montaña... 

Que la montaña sepulte toda la tristeza que me deja tu ausencia.

Las rosas de Sant Ponç, tus rosas... He subido al Cimalt buscando el consuelo del abismo y las he dejado allí, muertas. Porque tú eras mi abismo, Arnau. Siempre lo fuiste. Nunca dejarás de serlo. Por un momento creí que podría luchar contra todo, romper las normas, cogerte de la mano y salir corriendo hasta que se nos salieran por la boca todos los pasados absurdos que nos niegan los futuros. 

Te confieso que cuando volvía a casa, feliz, con el corazón caliente después de estar contigo, estaba segura de que podríamos escapar juntos, escupir a la cara de todos los que hablaban de nosotros, romperlo todo, por fin. ¿En qué momento te miré y me pareció que no serías capaz? Tu juventud se disfrazaba de toda la insensatez que yo necesiba más que respirar. Te vi dudar y entonces dudé.

Ojalá pudieras entender el poder asesino de una duda en mi alma cansada. Era fácil hablar, cogerme de la mano, inventar planes locos, compartir sueños. Lo difícil siempre fue no hacer caso de la sombra de la duda. ¿Serías capaz de poner en práctica todo lo que me proponías? Te vi dudar cuando ni siquiera tú eras consciente de tus dudas. Creías que siempre estarías a mi lado. Lo creías de verdad. Tú también me mentiste. No te diré que estamos en paz porque viviré siempre en guerra con la tristeza de no tenerte cerca.

Te querré siempre, libertad, montaña, flor, refugio, sueño, alegría, vida. Te querré siempre, Arnau, desde el fondo de todos los abismos, desde el deseo eterno de besarte, desde la necesidad enloquecida de salvarte de una vida junto a mí. 

Mi soledad fue el sacrificio que ofrecí a los dioses para que tú fueras feliz, lejos de aquí, aventurero inquieto en busca de rosas para regalarme. Maldito Sant Ponç y malditas sus rosas. Me quedaré peleando con los dioses que protegen estas montañas hasta que yo misma me convierta en montaña. Siempre, Arnau, siempre. Siempre contigo aunque ya nunca esté. 

Mila.



domingo, 24 de noviembre de 2019

IMAGINO EXPLOSIONES

Secretamente temo los eclipses, las lunas vacías donde desapareciste, la marea helada disolviendo la sal con la que cubrías mis heridas sin saberlo. Jamás he pasado tanto frío. Todas las noches que pasé intentando detener las espirales cósmicas por las que desaparecías, los bordes imposibles del universo. Te alejabas y volvías, volvías y te alejabas como un espejismo de estrellas fugaces que me escupían los deseos a la cara. 

Jamás te perdonaré el frío, que me recuerdes el frío, que me obligaras al frío. Jamás te perdonaré los olvidos, el corazón latiendo cada vez más despacio, frío, las manos dormidas buscándote a oscuras en el espacio infinito que deja tu ausencia. 

Imagino explosiones en las que te olvido, en las que no duele hacer como que no te veo, como que no te encuentro, como que no estás, como si nada doliera al final del camino donde siempre espero encontrarte aunque no estés del todo. Aunque te alejes a lomos de sueños desdibujados en la niebla del futuro que imaginas sin mí.

Imagino explosiones en las que busco la muerte porque la vida me esquiva, bombas estelares creando constelaciones, reventar por fin en partículas infinitas de errores e insomnios. Que mi sangre riegue cualquier otro futuro donde necesites esconderte.

Nunca podré explicarte qué significan todas las estrellas que he visto morir mientras te esperaba.

Nunca entenderás las costuras mal cosidas de esta tristeza de que seas agua. La lágrima que me ahoga como si fuera tu nombre a punto de ser pronunciado.

Secretamente maldigo todos los eclipses porque no estás aunque siempre estés.



lunes, 11 de noviembre de 2019

EL AMOR INEXPLICABLE DE LOS VALIENTES


Eres mi Damasco, mi miedo disfrazado de excusa, la ciudad que dibujaba en las paredes de mi habitación mucho antes de que aparecieras y te convirtieras en el desorden loco en el que pierdo la decencia.

Eres mi Damasco, mi ciudad en guerra, el lugar imposible donde no debo entrar, donde todos me dicen que no puedo entrar, la frontera cerrada, las ganas de romper todas las puertas a patadas, eres mi Damasco, en la distancia prudente, en el silencio maldito, en el tren imposible que unía Damasco y Beirut, buscando una salida al mar. Siempre el mar recordándome el peligro, la ciudad bombardeada, tú, mi paz y mi guerra. Todos mis silencios.

Me gustaría llevarte de viaje en un tren imposible, que todo lo que hiciéramos fuera imposible, cambiarle el nombre a todas las ciudades en todos los mapas mal dibujados para que nadie nos encontrara. Que todo fuera nuevo y extraño. Que fueras siempre Damasco iluminado antes de la guerra que me declaro a mi misma.

He ganado todas las batallas desde mucho antes de que fueras ni siquiera un eco improbable invadiendo mi vida ordenada. Fui valiente hasta que te convertiste en todas las ciudades que alguna vez he amado, que hubiera querido enseñarte, que no conocerás jamás como yo las conocí.

De repente tu nombre desordena mis mapas. De repente se pierden las certezas tras mis muros. Se pierden las palabras fugitivas que nunca podré decirte. Como una bomba escondida en las puertas de la ciudad donde no debo entrar. Donde todos me dicen que no debo entrar. Mantener la puerta cerrada para que no salte todo por los aires. Inocencia de siglos. ¿Cuándo te convertiste en lo que eres?

Te alejas convertido en ciudad bombardeada.

¿Dónde se perdió el amor inexplicable de los valientes?


domingo, 6 de octubre de 2019

CARTAS DESDE EL SUR DE INGLATERRA (2)


Querido N,

continúo en Inglaterra disfrazada de algún tipo de alucinación temporal. A veces creo reconocerme al girar alguna esquina y me escondo con el corazón a punto de estallar por si acaso colapsa el mundo en medio de un encuentro imposible conmigo misma. Me persigo en silencio. Todas las cosas que me callo cuando estas cerca, como proyectiles desgastados, inservibles, como la piedra con la que le abrí la cabeza a aquel hombre que me esperaba en la puerta de mi casa cuando era pequeña y me decía que me quedara callada. Hay terrores que nos mantienen alerta siempre, que nos mantienen huyendo siempre. Hay terrores con los que aprendemos a defendernos. No bajar nunca la guardia. No quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio para que no me encuentren aunque nadie me esté buscando. Ojalá nunca me recuerdes a nadie que me obligue a guardar silencio.

Tener miedo de pedirte que vengas conmigo, a donde sea, lejos, siempre, por si acaso tú también me dices que no.

Continuo en Inglaterra buscando canciones que no me recuerden a ti. Es inútil. Inútil como pretender no encontrarme conmigo misma en las esquinas húmedas de Hastings. You’re my Waterloo, cantan The Libertines. Somos supervivientes de más de una vida. Time for heroes. El chico más elegante en medio de los disturbios.

Espero a los normandos desde hace vidas, en las costas de Hasting, en medio de castillos en ruinas. Espero la derrota de mil batallas con finales escritos. Escupir a la cara de cualquiera que me obligue a guardar silencio. Dejar de esquivarme a mi misma por las calles de pueblos ingleses. Apretar el botón, saltar por los aires, despertar por fin, caminar hacia el lugar seguro donde decidiremos empezar la aventura más extraordinaria jamás contada. Dime que te vienes. Dime que nos vamos.

Me detuve en una pequeña joyería, sucia y polvorienta. Alexander me invitó a te y galletas mientras me enseñaba collares y piedras preciosas. Yo le sonreí y le expliqué que no tenía dinero para comprar ninguna de aquellas joyas. Hablamos de la reina Victoria, de trenes antiguos, del frío de las playas inglesas. Le dije que me recordaba a otro joyero que conocí en Damasco antes de la guerra y que siempre me decía que la vida nos esquivaba y por eso buscábamos la muerte. Alexander me sonrío y me sirvió más té. El té es el hilo que me muestra la salida de todos los laberintos entre Inglaterra y Damasco. Todos las veces que alguien me sirvió té, en un pueblo inglés o en un pueblo libanés, todas las veces me estaban ayudando a esquivar las balas y yo no lo sabía.

Joyería en Hastings, East Sussex.


Alexander me regaló un colgante antiguo con una piedra pequeña y azul y me metió galletas en el bolso para el viaje de vuelta. Por la noche regresé a Eastbourne y lancé el colgante al mar desde el Pier. Hacía frío. Me comí las galletas camino de mi hotel.

En los miedos más profundos y antiguos siempre hace frío. Sigo dando vueltas por calles inglesas esquivando canciones que me recuerdan a ti.


miércoles, 11 de septiembre de 2019

CARTAS DESDE EL SUR DE INGLATERRA (1)



Querido N, 


¿Cuándo te has convertido en todas las canciones que no puedo volver a escuchar? 

Me ha despertado el frío de un verano inglés con sabor a sangre en la boca. Los sueños repetidos en los que siempre me dejas morir sin mirar atrás. Te acercas, me buscas las heridas y las llenas de arena y piedras antes de huir a lomos de un caballo triste. Cuando me despierto imagino que sobrevivo y que te espero al otro lado de las montañas para abrazar a tu caballo y fingir que no te quiero.

Lo niegas todo. Siempre lo niegas todo. Malabarista de la desmemoria, te alejas rompiéndolo todo, convertido en la canción que jamás podré volver a escuchar. 

Me escondo entre las tumbas del cementerio de Rye. Busco leyendas de contrabandistas para explicarte algún día. Un día que no haga frío. Un día en que vuelvas a ser la hoguera en la que me refugiaba sin saberlo. Quién podría imaginar que llegarías a ser tan invierno.

Rye. South Essex,

Gaviotas absurdas deciden que debo ser sacrificada a dioses locos que juegan a perderme. Me encierran en el reloj de St Mary, el reloj más antiguo de Inglaterra. El tiempo. Siempre el tiempo y su maldición de carreras perdidas. El reloj es bonito. Tengo frío. Dónde estás. Algún día conseguiré escapar, destrozaré todo lo bonito, todos los relojes, todas tus ausencias, todos los sueños en los que alguna vez ganaba el juego.

Siempre tengo ganas de llorar cuando me acuerdo de ti y de aquella vez que me sentí Elizabeth Bennet empapada bajo la lluvia inglesa y no te lo pude explicar porque no estabas. Siempre que camino sin rumbo siento la necesidad de ver cómo me desangro una vez más. 

En las playas del sur de Inglaterra las sirenas pierden su apuesta contra el destino, los corazones se convierten en piedra, el tiempo esconde trampas en las que siempre caen las almas perdidas.

Siempre serás un dolor a medio llorar.



Corazón. Playa de Eastboune. South Essex.



martes, 30 de julio de 2019

SIEMPRE ME PIERDO (LABERINTO 2)


Los lugares laberinto nos recuerdan que siempre estamos perdidos. No importa que creamos tenerlo todo bajo control, que dibujemos señales con la sangre que perdemos en cada curva, en cada recuerdo, en cada promesa. Como si fuera un hechizo que nos permitiera encontrar la salida si finalmente nos arrepentimos del atrevimiento que fue entrar en el laberinto voluntariamente. Los lugares laberinto, incluso aquellos que no tienen paredes, ni escondites, ni trampas aparentes, los que son linea recta y a pesar de ello espiral en nuestros insomnios, llegan para recordarnos que siempre estamos perdidos.

Beirut fue siempre el laberinto que me hacía echar de menos todo lo prosaico. Respirar aire limpio, el silencio de los parques ingleses, que no se fuera la luz cada día, invitarte a comer. Que lejos estabas, todavía sin saberlo. Paseaba entre los rascacielos de Ashrafieh y los restos de la guerra mientras me enamoraba de las locuras cotidianas, los bares de moda y los veinteañeros con metralletas haciendo guardia en la puerta de casa. Todas las contradicciones que me llevaban andando desde el rascacielos de la plaza Sodeco hasta el barrio de Hamra. Cuarenta minutos, cuarenta kilómetros, cuarenta vidas persiguiendo los atardeceres de Beirut.

Me perdí tantas veces intentando memorizar las calles que quería enseñarte cuando ni siquiera eras todavía el eco de un futuro imprevisible... Siempre me pierdo pero siempre recuerdo todas las historias que se esconden en el aire irrespirable de las ciudades que amo. A veces se entremezclan y me entretengo separándolas delicadamente como cortinas de seda, las acaricio para que no se asusten y las guardo en cajas de memoria por si algún día quieres que te las explique. Todas las historias de todas las ciudades que quisiera enseñarte si algún día aprendes a leer las señales que dejo en las esquinas de este laberinto.

Recuerdo el día que lloré, perdida entre Ashrafieh y Hamra. Todas las lineas rectas se convertían en muros golpeados por los recuerdos de las bombas y la metralla y yo no era capaz de reconocer nada que no fuera mi propia ausencia y la incerteza apagada de no saber si algún día querrías que te explicara historias de fronteras frente al mar. Lloré porque era tarde y las calles hervían de gente con prisa, de taxis que hacían sonar el claxon de manera mecánica e incansable, de luces de neón sin sentido, porque era tarde y me iba a perder el atardecer en Raouche. Porque estaba infinitamente cansada y la distancia entre mi pasado y tu futuro se abría ante mí como un vértigo de mil montañas, como si todavía no hubiéramos hecho planes insensatos para perdernos y encontrarnos de nuevo.

Recuerdo a la señora que me consoló. Le dije que no iba a llegar a tiempo de ver el atardecer en Raouche, Barcelona en linea recta, tú al otro lado, cuando todavía no sabía que algún día te echaría de menos como si fueras la única posibilidad de sacarme de todos los laberintos. La señora me dijo que al día siguiente volvería a atardecer. Y al otro. Y al otro. Llamó un taxi para devolverme a casa. Me metió galletas en el bolso. Mañana volverá a atardecer desde Raouche. Mañana no te perderás. Descansa.

domingo, 26 de mayo de 2019

LAS CIUDADES QUE ODIO


Nostalgia es saber que en Beirut hace sol, que llueve en Londres, que hoy a las dos de la mañana alguien abrirá una ventana en El Cairo y mirará el Nilo mientras bebé karkadé. Odio el karkadé. Podría volver a cualquier sitio y encontrar todas las pistas que dejé por si algún día era necesario perderse. Nostalgia es saber que en Verona está nublado y hace calor y se derriten los helados y hay una cola de gente estúpida esperando para visitar a la casa de Julieta y hacerse fotos debajo de su balcón y ensuciar las paredes con promesas de amor mediocre. Odio eterno a los amores mediocres. Que en Beirut hace sol. Que en Londres llueve.

Que la nostalgia es la trampa que se esconde detrás de todos los paisajes que es necesario reinventar. Que la espiral del recuerdo nos escupe a la cara para que huyamos en dirección contraria. Volver a todos los sitios donde estuve, volver con la cara lavada, los armarios vacíos, como si fuera la primera vez, la sorpresa a cada paso, las puertas abiertas a sitios desconocidos. Revisar la lista de cosas que prometí que nunca haría e ir tachándolas con furia, hacer que sangren los pliegues del tiempo, devolver a la vida todos los monstruos que se escondían en los márgenes de lo imposible y dedicarles una reverencia antes de saltar al vacío. Todo lo que prometí no hacer nunca. La paradoja que apagará todas las estrellas, un punto fijo en la frontera del destino. Quemar la lista de las cosas imposibles.

Hay ciudades que odio. Odio El Cairo y las ventanas abiertas a las dos de la mañana. Odio aquella ciudad marroquí donde he vuelto mil veces y donde he jurado no volver otras mil. Odio París porque no he conseguido crear recuerdos nuevos en ninguna de sus esquinas. Las esquinas son importantes. Como lo son los dinteles de las puertas, los espacios intermedios, ni entrar ni salir, quedarse en la frontera, en el punto exacto donde desaparecen los duendes en los cuentos de hadas.

Habrá que inventar una palabra para definir lo contrario de nostalgia, para explicar lo que significa subir a un tren que no sé adónde va, que recuerda a un pasado lleno de futuros. Volver a bautizar las ciudades que odio. Inventar nombres. Nombrar un mundo nuevo.

Aunque en Beirut haga sol. Aunque llueva en Londres. 
Aunque viva siempre en las fronteras de lo que nadie entiende.

miércoles, 15 de mayo de 2019

LABERINTO CRUSH 1


Algún día dejarás de ser laberinto, el desconcierto que altera todas las certezas, el vértigo escondido en las esquinas, todas las verdades a medio decir, el tiempo brillando en el espejo que debí romper antes de que fueras el reflejo exacto de todo mi desorden.

Negaré entonces haber reconocido las advertencias, los gritos silenciosos de los demonios muertos susurrándome al oído que te dejara caer, como se dejan caer los futuros imposibles, increados, inconclusos, infinitos. Futuro imperfecto todavía no explicado, todavía no roto. Escapar en dirección contraria a todos tus eclipses.

Algún día dejarás de ser el laberinto frío donde acaban los caminos que recorro mientras duermes, el desierto lunar o el espacio vacío en medio de un cuerpo que huye en dirección contraria a tus horizontes. Nos olvidaremos de todas las batallas, de los espejismos fugaces como planetas desorbitados. Llegarán de golpe todas tus primaveras, como un incendio de ruegos olvidados, llegará el otoño y acabará esta guerra de tormenta repentina, de escalofrío, de rabia inconfesable. Como si la vida fuera algo más que un corazón a medio hacer o un pan pequeño que no sabes si acabará de cocerse alguna vez. La ley no escrita, no viva, no siempre, las palabras que brotan para dictar sentencias, para recordarnos las realidades que asesinarán cualquier metáfora. 

Tú, el laberinto. La explicación que nunca te daré.

El amor escondido en el refugio del monstruo al que nunca podremos acercarnos. Muerto de hambre. Muerto de frío. Muerto de silencios.

A veces perder la guerra consiste en dejar morir la metáfora, la indecencia, la utopía cansada de guardar en un cajón todos los laberintos que nunca podré explicarte.



martes, 14 de mayo de 2019

CITA CON AGATHA CHRISTIE


A veces la vida en El Cairo me asfixiaba. Era el Egipto de antes de la Revolución, cuando todavía me podía escapar al desierto y acariciar antiguos iconos dorados en monasterios lejanos. Pero de vez en cuando necesitaba escapar del polvo de la ciudad, del ruido y el desorden que compensaban mi propio desconcierto. A veces necesitaba ponerme un vestido bonito, perder un paraguas, oler la hierba recién llovida, buscar el primer avión que me llevara a Inglaterra. Mi compañera de piso siempre me hacía la misma broma. ¿Ya te vas a tomar el té con la reina? Y yo siempre contestaba lo mismo. Con la reina Victoria. Y prometía que me guardaría mi habitación con vistas al Nilo hasta que decidiera volver.

Los vuelos a Manchester me permitían cumplir mi palabra. Pedía un te para llevar y me sentaba lo más cerca que podía de la estatua de la Reina Victoria. Lo más cerca que podía teniendo en cuenta que a sus pies duermen todos los borrachos de la ciudad. Nunca me quedaba demasiado tiempo en Manchester. Lo justo para visitar la biblioteca de John Rylands, tomar el te en la Richmond Tea Room y, si tenía sitio donde dormir, buscar un bar donde escuchar en directo algún grupo que quisiera parecerse a The Smiths.

Pero lo mejor de Manchester siempre fue el tren que me llevaba a York. Poco más de una hora de viaje, dos si decidía ir directamente desde el aeropuerto, para llegar a mi escondite favorito. Justo en el centro de la isla. A la misma distancia de Londres que de Edimburgo. El sitio perfecto para alguien que quería estar siempre en cualquier otro sitio. A la misma distancia de casi cualquier sitio. Siempre buscando el centro.

York eran los paseos por la murallas buscando ecos de fantasmas medievales, pasar el rato en el jardín-cementerio de mi iglesia favorita, escondida en un rincón inesperado, sentarse en la hierba que crece en la parte de detrás de la catedral, pasar por delante de Betty’s sabiendo que las mejores meriendas están en otro sitio, más pequeño, menos famoso, más mío. Jugar a ser vikingos, conquistar la ciudad, subir a la torre más alta, comer tailandés en los Shambles, recorrer todas las calles descifrando secretos y hechizos, inventarse historias de duendes perdidos, maldecir los horarios ingleses, las cenas a las 7 de la tarde, el frío del atardecer. Acostumbrada a las largas noches egipcias paseando por la orilla de Nilo a veces resultaba un poco difícil calcular las horas de las meriendas y que no se cruzasen con las horas de los vinos.

Recuerdo a Johnny que me alquiló una habitación en su casa. Una habitación tranquila y bonita en el ático. Olía a madera y por las mañanas entraba el sol inglés, tímido y escaso. El comedor de aquella casa siempre era una sorpresa de gente diferente, ahora coreanos, luego escoceses, más tarde italianos… Nunca fui su invitada más sociable. A menudo desaparecía los fines de semana. Pero guárdame la habitación, Johnny, que el domingo vuelvo, le decía siempre pensando que cualquier día llegaría de explorar el territorio y me encontraría algún francés durmiendo en mi cama. Y Johnny se reía y me guardaba la habitación. Johnny, no me esperes a cenar que llegaré un poco más tarde. Porque a veces necesitaba quedarme un rato más en mi ciudad vikinga, no volver todavía a casa,  aunque todo estuviera cerrado y solo pudiera refugiarme del frío verano inglés en algún pub de gente bebiendo cerveza. Al final Johnny entendía que no me pasaba nada, que solo necesitaba estar un rato sola, que estaba todo el día rodeada de gente en la universidad, que le agradecía todos sus intentos por asegurarse de tenerme siempre ocupada pero que de vez en cuando necesitaba estar sola o por lo menos estar sin él. Chica egipcia, Cleopatra… me llamaba, tienes demasiado desierto en la cabeza.

No siempre que llegaba a York encontraba alojamiento en casa de Johnny. Ni en ningún otro sitio. A no ser que quisiera dormir en su sofá. Mi ciudad favorita de Inglaterra no trata bien a los que improvisamos. Por eso algunas veces buscaba donde dormir en Leeds, a veinte minutos en tren de York. No tan bonita, no tan vikinga pero más grande y por lo tanto con más hoteles.

Tanto Leeds como York me permitían explorar los alrededores con cierta facilidad. Llevaba el caos de Egipto escondido siempre en algún lugar de la mente. A veces me desbordaba, me superaba, me olvidaba que estaba a salvo a las puertas de la catedral más bonita de Gran Bretaña. Mi estrategia para calmarme era calcular distancias en trenes. Mis distancias siempre eran temporales, nunca kilométricas. Porque mi cabeza está llena de desierto, de ciudades vikingas y de tiempo. Sobre todo el tiempo que me obsesionaba.

De York a Leeds, veinte minutos.
De York a Harrogate, media hora.
De York a Knaresboroug, veinte minutos
De York a Edimburgo, dos horas y media.
De York a Liverpool, dos horas.
De York a Hebden Bridge, una hora y veinte minutos.

Lo repetía hasta que conseguía volver a respirar con tranquilidad. A veces los tiempos era mayores, hacia el este, hacia el sur... Calculaba las distancias, las idas y las vueltas, los trenes y los autobuses… Siempre preferí los trenes y por eso siempre me quedé con las ganas de visitar Whitby donde era más fácil llegar en autobús. Eran los tiempos en que calculaba las distancias en un mapa de papel que a penas era capaz de entender. Mi estrategia para sacar el ruido de mi cabeza. Los mapas. Hoy en día consulto la aplicación de la National Rail y su Planner. Todas las distancias, todos los horarios, todos los precios, todas las vías desde donde salen todos los trenes. Mucho más práctico. Pero lo práctico nunca consiguió ordenar el caos en mi mente.

Chica egipcia, Cleopatra… ¿hoy también llegas tarde a casa?

Intentar explicarle a Jonnhy que quería visitar sitios que casi nadie visita. Como por ejemplo Harrogate porque era el pueblo donde encontraron a Agatha Christie aquella vez que estuvo desaparecida durante diez días. Nadie supo nunca lo que pasó durante aquella desaparición. Ella nunca lo explicó. Los whovians lo saben gracias al episodio de El Unicornio y la Avispa, por supuesto.

No me esperes a cenar, Johnny, tengo una cita con Agatha Christie.




domingo, 5 de mayo de 2019

GRACIAS


Lo más parecido que hicimos nunca a morirnos fue besarnos por primera vez porque se te desbocó el corazón de tal manera que pensé que tendría que informar al conserje de que necesitabas una ambulancia. Te recuerdo mirando la puerta de clase con tanta fuerza que estaba segura de que en cualquier momento dispararías rayos láser por los ojos. Y te lo dije, que dejaras de intentar destruir la puerta con rayos láser, que quisieras o no necesitábamos aquella puerta para escondernos y que iba a ser un problema lo de dar explicaciones y que ya teníamos bastantes problemas y que no te preocuparas que lo tenía todo controlado. Puerta incluida.

Solo entonces reaccionaste. Porque solo reaccionabas cuando te decía que lo tenía todo controlado para mirarme con ojos de rayos láser que era casi lo mismo que decir que de repente te acordabas de que nada de lo que hacíamos tenía sentido. Con el tiempo aprendí a dosificar mis afirmaciones de tenerlo todo controlado porque era mucho peor tener que aguantar tus ataques de responsabilidad que asumir que éramos incapaces de controlar nada. Cuanto antes asumas que esto es un descontrol, mejor, te decía. Y aún así te quedabas. 

Te arreglabas el flequillo, te limpiabas las gafas con la manga del jersey y fumabas asomado a la ventana con ese aire de no entender nada que tenías siempre. A veces conseguía robarte el tabaco y los mecheros y te los tiraba a la basura y te llenaba las cajetillas con pipas de loro para que te entretuvieras. Pero nunca conseguí que dejaras de fumar.

La puerta. La puerta de la clase donde conseguí besarte por primera vez sin que salieras corriendo sí que la tenía controlada. Nadie podría entrar hasta que yo no quitara el trocito de clip con que el que impedía que la llave funcionara. Nadie podría entrar ni salir, de hecho. El trocito de clip que se quedó atascado en la cerradura y la inutilizó. Y se acabó la hora del patio y ni ellos podían entrar ni nosotros podíamos salir. Por eso creo que lo más cerca que estuviste de morirte fue la primera vez que nos besamos. Primero por el susto de lo inesperado y después porque el conserje tuvo que desmontar la puerta para que pudiéramos salir de clase como si no hubiera pasado nada porque por supuesto que estábamos repasando para un examen y no teníamos ni idea de qué le había pasado a la puerta.

En realidad todo estuvo lleno de primeras veces enloquecidas. Todas las primeras veces que tuve que convencerte de todo. Siempre el corazón al galope. ¿Cuántos latidos gastaste mientras estabas conmigo? Seguro que hay alguna leyenda india o japonesa o lapona que explica algo parecido a que venimos al mundo con un número concreto de latidos. Y cuando se acaban, se acaban. Seguro que en alguna biblioteca perdida debe haber un libro polvoriento que lo explica. Es posible que incluso exista un sitio entremundos donde alguien lleve la cuenta de nuestros latidos. Y cuando se acaban te mueres. Y no hay negociaciones. El tipo que lleva la cuenta es implacable. La culpa es tuya por provocar taquicardias, ahora no vengas pidiendo prórrogas. Se ha muerto y punto. Se acabaron los latidos. Haber ido más despacio.

He paseado por tantos cementerios buscando tumbas... En París, el cementerio de Père-Lachaise buscando a Isadora Duncan y su libertad de bailarina descalza y despeinada, el de Montparnasse buscando a Cortázar, querido cronopio, el de Scarborough, lleno de cuervos, para comer un sandwich de queso y mermelada de arándanos junto a la tumba de Anne Brontë. Ángeles de piedra recortados contra cielos grises y azules. Fechas grabadas en piedras cubiertas de musgo. El cementerio de mi iglesia favorita de York, pequeña y escondida, donde tantas veces he parado a descansar.

Nunca pasearé por ningún cementerio buscando tu tumba. 

En algún otro libro de páginas amarillas, en alguna biblioteca preciosa, debe haber otra historia que explique que la culpa no es de nadie, que no conseguí que dejaras de fumar, que al final no conseguimos ser nada más que un recuerdo lejano, que a lo mejor nunca te perdoné que no volvieras a buscarme, que tengo el corazón lleno de todos los desiertos, montañas, pueblos, monasterios y fronteras que visité sin ti gracias a que no viniste a buscarme, que en el fondo sé que no era contigo con quien tenía que atravesar los desiertos, ni subir las montañas, ni morirme de miedo cruzando lagos en barcas enclenques. 

Tu aventura fue dejar que te besara por primera vez en una clase vacía a la hora del almuerzo. La mía, todo lo que ha venido después. Todo lo que vendrá. Que estoy aquí, en este preciso momento, en este preciso lugar, gracias a que nunca viniste a buscarme cuando me fui, en aquellos tiempos extraños sin teléfonos ni internet. 

No me esperes levantado. Gracias. Muchas gracias.

Siempre valen la pena todos los corazones desbocados.  




miércoles, 24 de abril de 2019

IDIOTA Y VALIENTE


A menudo eras un misterio de silencios y distancias.

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que te rompiste, que lloraste todo lo que estaba por llegar, que me pediste que me quedara y me quedé porque me hubiera quedado aunque me hubieras echado a gritos, la primera vez que te desnudaste lo suficiente como para entender que te estaba pidiendo imposibles y lo estabas aceptando, que a veces no necesitabas verme a tu alrededor danzando como una abeja enloquecida pensando en el siguiente salto. Que a veces era necesario simplemente que me sentara a tu lado y te quisiera así, serio, preocupado y un poco perdido. Ordenar tus demonios interiores hasta que te convencía, desde la calma que tuve que aprender a encontrar, que tus preocupaciones iban a desaparecer por arte de magia si me quedaba cerca. Que me dejaras. Que te dejaras. Era fácil convencerte, en realidad.

Sonreías un poco, ordenabas la mesa y me preguntabas si no tenía algún examen para estudiar. Era tu odiosa manera de cambiar de tema. Y me dejabas tu boli de la suerte y me preparabas un plato con galletas y te sentabas a mi lado rodeado de libros y libretas haciendo como que trabajabas, mirándome de reojo, aguantándote las ganas de interrumpir mi falsa concentración.

No me di cuenta de que me querías de verdad hasta que me dijiste que no podías más. Te miré con cara de no entender nada y te lo hice saber. “Te estoy mirando con cara de no entender nada, con cara de estar en clase de mates, con cara de estar mirando una película de esas que te gustan a ti” Porque yo a veces era un poco idiota y te hablaba así. Y es cierto que en ese momento no entendía nada pero nos ayudaron los demonios que llevaba tanto tiempo ayudándote a ordenar. Se me cayó un botón de la camisa y te rompiste como un vaso de cristal. Creo que fue la primera vez que te vi llorar de auténtica tristeza. Al día siguiente me dijiste que el botón te había recordado el viaje a Madrid con el instituto, cuando nos escapamos por primera vez con la excusa de que a lo mejor nos moríamos pronto y no podíamos perder el tiempo y perdí un botón del bolso y me compraste un botón muy feo que a ti te parecía muy bonito.

Y yo seguía siendo idiota y seguía sin entender nada porque todo me parecía una fiesta a tu lado y no entendía por qué estabas tan serio y me hablabas de botones y temblabas. Por qué no podías más y querías que me fuera aunque me acababas de pedir que me quedara. Supongo que vi el futuro, un futuro en el que era un poco menos idiota. Supongo que si me hubiera ido hubiéramos vuelto a nuestras vidas sensatas y tranquilas de gente que no pierde botones ni se escapa de los sitios. Supongo que durante una milésima de segundo entendí lo qué te estaba pasando y me quedé.

A lo mejor me querías mucho más que yo a ti. Porque te pedía imposibles y aceptabas. Porque todo me parecía fácil y me decías que sí, muerto de miedo, valiente hasta el final. Incluso cuando lo único que querías era una vida tranquila comiendo galletas mientras me ayudabas a estudiar en tu mesa desordenada. Incluso cuando yo me comportaba como una idiota y no me daba cuenta de que me necesitabas.

Tardé en entender el valor real de todas las veces que me dijiste que sí, de todos los obstáculos que ignoraste, de todas las veces que dejaste que te cogiera de la mano en silencio, solo para que te dieras cuenta de que estaba allí, que por supuesto que estabas a salvo, que no pasaba nada aunque nos pasara de todo.

Siempre serás la persona más valiente de esta historia.


jueves, 11 de abril de 2019

ADRENALINA

Subí triste a aquel avión rumbo El Cairo sin saber que habías venido al aeropuerto, no sé si a despedirme o a pedirme por última vez que me quedara. 

Elegí El Cairo para alejarme porque sentía que tenía que volver a casa, porque quería olvidarme de todo el tiempo en que mi casa habías sido tú. Prenderte fuego, limpiar los escombros, los restos de un naufragio inesperado, plantar un árbol en algún rincón de mi mente, algo que me recordara las raices que me negaba a tener.

Y sin embargo creía que estaba volviendo a casa, a mi habitación con vistas al Nilo, al barrio de ricos donde me pasaba los días alimentándome de zumo de mango y falafel. Las niñas haciendo collares con flores a la orilla del río, los hombres guapos con cruces  coptas tatuadas en las muñecas que me cruzaban de una parte a otra en sus barcas sucias, el señor que me ofrecía té cuando iba a la mezquita a buscar un sitio fresco y tranquilo donde pasar las tardes traduciendo cuentos. 

A mí solo me interesaban las fronteras porque eran los lugares donde sentía que podría llegar a desaparecer del todo. Atravesar el desierto, aprender a bailar medio desnuda en sitios prohibidos, esquivar la muerte como quien esquiva una bala a cámara lenta. 

Era la adrenalina de nuestros primeros años lo que echaba de menos. Te convertiste en una casa tranquila que me miraba con aspecto de suplicarme que no volviera a coger carrerilla. Ordenabas mis cajones y me abrochabas el último botón de la camisa. El que me ahogaba. El que nunca hay que abrochar. 

Habían pasado ocho años desde el día en que te expliqué los motivos por los que yo era tu mejor opción. Quizás decir que sí fue lo más valiente que harías nunca. Y dejar que me fuera lo más cobarde. No hubieras sobrevivido conmigo en El Cairo. Ni en ninguna de las otras ciudades donde aterrizaba en busca de la adrenalina que necesitaba para seguir avanzando. Salía volando como las flores de verano que me ponías en el pelo cuando todavía nos escondíamos para vernos. Salía volando siempre, convencida de que ya no necesitaba que estuvieras abajo esperando. 

Era la adrenalina lo que echaba de menos cuando me fui. Sentarme a tu lado a imaginar aventuras. Todos los "te imaginas..."  Todos los imposibles. Todos los muros que derribé a cabezazos para que al final acabarás así, como el hombre tranquilo que me abrochaba el último botón de la camisa mientras yo te miraba estupefacta sin reconocerte. 

Echar de menos la casa que fuiste. Prenderte fuego las veces que sean necesarias. 


domingo, 31 de marzo de 2019

SIN ARREPENTIRNOS


Tardaste ocho años en preguntarme si me arrepentía de algo.

Esperaste a que acabara el último examen de la carrera, a que llenara cinco páginas con mi letra pequeña y redonda hablándole de Mahmud Darwish a mi profesor de literatura, a que saliera a la calle pensando en Jerusalén sin ti, a que el viento me levantara la falda, a que fuera capaz de decir en voz alta lo que llevaba meses pensando. Que me iba. Que te vinieras. Que por qué no te venías. Qué por qué no me quedaba.

Que si me arrepentía de algo.

Claro que me arrepentía. De no haberte acorralado más veces cuando ibas a clase con tu bolsa marrón llena de papeles desordenados, de no haber entendido a tiempo que todas tus distancias solo eran pánico a las alturas. Tu indiferencia, tu cara seria, tu flequillo loco, tus ganas de salir corriendo en dirección contraria, los días en que no era capaz de diferenciar si estabas preocupado por tus cosas o enfadado conmigo. Me arrepentía de no haber entendido por qué me pedías que me quedara quieta. Siempre me moví mucho más rápido de lo que tu prudencia podía asumir. Mis quince años frenéticos. Era divertido ver como se te iba cayendo la armadura.

Los primeros cinco meses en el instituto, los siguientes tres años sin ti en clase pero contigo siempre, los últimos cinco años universitarios. Las tres partes de nuestro gran libro de aventuras.

Cinco meses sin respirar, sin dormir, sin pensar, sin sentido ¿Cómo podría arrepentirme de nada que no fuera no haber pasado más tiempo contigo? ¿Cómo podría arrepentirme de los siguientes tres años buscando escondites y subiendo a trenes para ir a verte? Cruzar fronteras, romper las reglas como nunca jamás lo he vuelto a hacer.

¿Cómo se me iban a olvidar cada uno de los días que dibujaron la historia que me ha traído hasta aquí?

Cada uno de los trenes a los que subí, los desiertos que atravesé, los mares donde pensé que me ahogaría, las bombas que conseguí esquivar, las manos que solté porque el peso no me dejaba caminar. ¿Hubiera sido tan valiente o tan insensata si no hubiera aprendido a sobrevivir a tu lado?

¿Me preguntarías ahora si me arrepentiré de todo lo que todavía está por llegar?


miércoles, 20 de marzo de 2019

SOBREVIVIR AL INVIERNO


Nunca me dijiste lo que tenía que hacer. Aunque te lo pidiera. Aunque necesitara que ordenases las piezas del rompecabezas. Era la parte del pacto que no escribimos nunca y que acepté por intuición, como todo lo demás, con los ojos cerrados y las manos extendidas para parar los golpes contra las paredes que aparecían de repente en medio de mi laberinto. Si quieres jugar a ser mayor, espabila, parecías decirme cuando perdía la brújula.

En realidad pensaba que no necesitaba brújula porque cerraba los ojos, porque confiaba a ciegas, porque siempre estabas al final de todos los pasillos que me daba miedo atravesar. Incluso cuando no estabas. Porque a veces no estabas. Y me intentabas convencer de que no importaba, que estaban las palabras y los recuerdos, que volvías enseguida porque el tiempo era mentira. Que siempre ibas a estar detrás de todas las oscuridades para recogerme. Y yo odiaba tus estúpidos discursos poéticos porque quería que estuvieras de verdad, que no fueras metáfora, o cualquier otra maldita figura retórica. Como si todas las metáforas del mundo pudieran compararse a cogerte de la mano. Como si todos los recuerdos de mundo pudieran compararse a tenerte cerca.

Nunca me dijiste lo que tenia que hacer. Ahora creo que no tenías ni idea. Improvisábamos. Yo soñaba con auroras boreales y tú coleccionabas silencios y palabras a medio decir. Yo salía a buscar la primera amapola de la primavera y te explicaba con detalle dónde la había visto, lo bonita que era, lo feliz que me sentía cuando veía las amapolas. Ahora te hubiera enviado todas las fotos de la primera amapola. Ver la primera amapola de la primavera era la señal de que habíamos sobrevivido al invierno. Te pedía que vinieras conmigo a explorar pero tú preferías quedarte en casa y que te lo explicara más tarde.

¿Cuándo dejaste de estar al otro lado de los miedos, esperando para recogerme? ¿Cuándo dejé de buscar amapolas?

Te regalé una brújula porque pensaba que la necesitabas más que yo. Me gustaba cuidar de ti y estar, algunas veces, al final de tu propio miedo. El que no querías enseñarme. El que yo sabía que tenías. Matar todos tus monstruos. Que no me esperases y estar allá, con el machete de exploradora, dispuesta a cortar todas las cabezas que me impidieran protegerte. 

Cogerte de la mano por sorpresa, hablarte de las amapolas, decirte que todo iba a salir bien aunque no tuviera ni idea de nada. Romperte los esquemas, ordenar las piezas, sobrevivir al invierno.




jueves, 7 de marzo de 2019

ABISMOS


Pienso en los abismos.

En Milton y su paraiso perdido cuando Satanás gritaba “levantaos o permaneced caídos para siempre”, en ejércitos de ángeles intentando ordenar el caos y la noche mientras Dios exclamaba que el abismo era Él mismo, en el vértigo reconocible de saberse cerca de los límites, los bordes de la realidad plegándose sobre si misma hasta convertirse en la pelota con la que juegan los perros de todos los dioses que alguna vez decidieron existir.

Quizás en algún momento estuve a punto de saltar como tantas veces, de arrastrarte conmigo como hacía siempre y me hiciste notar que había un puente cerca. Cruzar al otro lado por el camino fácil, seguro, sin riesgos. Mi puente era de cuerdas y tablones, de los que se rompen antes de llegar al otro lado, de los que te obligan a aguantar la respiración y descubrir con sorpresa que al final has sobrevivido. Tú me hacías mirar un poco más allá. A tus puentes de piedra, coronados por ángeles perfectos, la mirada serena hacia el horizonte, petrificados en un sueño eterno de vigilantes de abismos. Y me cogías de la mano y me llevabas hasta el puente porque no querías vértigos ni saltos al vacío.

No era verdad que mis saltos fueran al vacío. Tenía la certeza de saber exactamente hacia dónde iba, con mi brújula y mis mapas, bordeando las fronteras marcadas, despistando a los guardianes de la falsa moral, escondiéndome en los márgenes o fingiendo un disfraz de niña perfecta que esperaba el momento de incendiar el teatro donde todos fingían, donde todo el mundo traicionaba sus deseos, cambiaba sueños por pesadillas, vértigos por puentes de piedra. Odiaba sus caminos marcados, el camino de baldosas amarillas que Dorothy tenía que recorrer para llegar hasta el mago de Oz y descubrir finalmente que era un gran impostor. Era mucho más divertido utilizar los zapatos rojos de la bruja para recorrer otros caminos. Qué le den a Kansas, que le den a Dorothy, que le den al Mago mentiroso.

Sé que nunca dejaste de quererme pero sí dejaste de necesitar el vértigo de cuando nos escondíamos, de cuando planeábamos citas en sitios lejos de casa, de cuando todo te provocaba el espanto de quien jamás ha caminado fuera del camino marcado. Porque decías que ya no hacía falta, porque pensabas que todo lo hacía porque no había otra manera, porque si de repente ya éramos mayores para qué seguir jugando. Intenté que recordaras por qué habías aceptado seguirme y tú solo me abrazabas como si así pudieras evitar que saliera volando. Ojalá no se te hubiera olvidado cómo volar. Ojalás nunca se te hubiera olvidado cómo brillabas cuando éramos clandestinos, fugitivos, exploradores de los límites marcados.

Quizás nunca vaya a perdonarte que no creyeras que mi vértigo era compatible con tu calma. Que se me pasaría, que al final entendería que era mejor cruzar por el puente de piedra y dejar de saltar. Quizás nunca vaya a perdonarte que intentases domesticarme. Quizás ha llegado el momento de vomitar todos los abismos que nunca llegué a cruzar.


jueves, 28 de febrero de 2019

EL DÍA QUE TE SAQUÉ A BAILAR


Será que el tiempo nos vuelve prudentes y temerosos. El tiempo que nunca pensamos que nos ganaría. El tiempo que nos aplasta y consigue que traicionemos todas las promesas sobre la valentía que hicimos cuando pensábamos que lo sabíamos todo.

Será que a veces me acuerdo de aquella vez que decidí organizar un baile en el instituto porque me parecía que Regreso al futuro era la mejor película del universo y desde entonces vivo obsesionada por los viajes en el tiempo y los bailes en gimnasios de instituto. De vez en cuando me atravesaba un rayo de inspiración cósmica y se me ocurría una idea maravillosa que alteraría el orden natural de nuestros días de instituto. Me dirigía decidida al despacho del director que cuando me veía entrar con los ojos brillantes disimulaba media sonrisa, resoplaba y se ponía cómodo en su silla. “Antonio, tengo una idea genial”.

Además del director del instituto era mi profesor de geografía. Solía saltarme sus clases para ir a buscarte. Recuerdo sus mapas y todos los ríos de África porque soñaba con que algún día tu y yo esquivaríamos juntos cocodrilos y pirañas mientras remábamos rumbo a cualquier sitio en una barca destartalada. Soñaba con cualquier cosa arriesgada que pudiéramos hacer juntos mientras tú me pedías la vida tranquila que era imposible que tuviéramos.

Antonio, tengo una idea genial” le decía al director. Era el mejor director del mundo. Cuidaba de mí sin que yo lo supiera, me reñía con la delicadeza de quien era consciente de todos los mundos que colisionaban dentro de mi mente inquieta. No sé si algún día llegó a sospechar dónde me escondía y con quién cuando no iba a sus clases pero cuidaba de todos nosotros y escuchaba mis planes de organizar bailes en el gimnasio como en Regreso al futuro.

Ponía cara de director y me explicaba todos los inconvenientes y dificultades de llevar a cabo mi idea. Pero mi gran especialidad siempre fue adelantarme a todos los movimientos de mi adversario y desplegar ante él todas las soluciones a cualquier problema que me planteara. Antes de aparecer en el despacho ya había organizado los grupos de alumnos que se encargarían de todo y había convencido a los profesores que sabía que me dirían que sí. Tenía preparados los horarios, el grupo de música que tocaría canciones de hoy y de siempre, el DJ, la decoración, la bebida y la comida y el objetivo oficial del baile: conseguir dinero para nuestro viaje de final de curso.

El objetivo extraoficial siempre fue ponerme un vestido azul, que te pusieras mi camisa favorita y sacarte a bailar lo más agarrado posible. Ningún foco nos iluminó pero a mí me parecía que sí, que todo se paró a nuestro alrededor cuando te pedí que bailaras conmigo Stand by me de Ben E. King y me dijiste que sí aunque llevabas toda la tarde pidiéndome por favor que no te sacara a bailar. Bailábamos en casa, bailábamos a todas horas, descalzos, encima de la cama, subidos a la mesa de la cocina, bailábamos como pájaros eléctricos, como si huyéramos de las tormentas que nos perseguían, bailábamos lento aunque la música fuera rápida solo por llevar la contraria. Pero me pediste que no te sacara a bailar delante de todo el instituto porque todos tus miedos eran más fuertes que las ganas que tenías de huir conmigo por la ventana.

Y no te hice caso. Y me dijiste que sí no sé por qué. Y sonó Stand by me de Ben E. King porque era lo que quería decirte aquel día. Que no importaba si de repente todo se volvía oscuro si te quedabas conmigo. Que no importaban tus preocupaciones si me quedaba contigo.

Ningún foco nos iluminaba pero de repente todo el mundo dejó de bailar, se hizo el silencio y nos quedamos allí oh, darling, darling, stand by me… con mi vestido azul y tu camisa blanca, en medio de gimnasio, bailando como si lo hubieramos ensayado mil veces, como si nadie nos estuviera mirando, como si por fin te diera igual todo aunque solo fuera durante tres minutos de canción. Si la gente no hubiera estallado en gritos y aplausos cuando acabó quizás hubiéramos continuado toda la noche stand by me, ajenos a los cientos de ojos que nos observaban alucinados. Ganamos todos los premios, te moriste de vergüenza, empecé a obsesionarme con los viajes en el tiempo.

Con el dinero que ganamos organizando aquel baile nos fuimos de viaje de final de curso a París. En aquel viaje intenté colarme en tu habitación por la ventana de un tercer piso y casi me mato aunque eso pertenece a otra historia y merece ser explicado en otro momento.

¿Para qué llamar a la puerta y que me dejaras entrar si al final siempre eras mi vértigo y mi desafío?

domingo, 24 de febrero de 2019

CUANDO QUISE LLEVARTE A BAGDAD


En aquellos años de comunicación analógica te escribía notas en trozos de papel y te los pasaba en clase cuando creía que no nos veía nadie. Aunque era mucho más arriesgado, también te las hacía llegar cuando no estabas conmigo en clase. Abría la puerta de donde estuvieras, te la dejaba en la mesa y salía corriendo para perplejidad de todo el mundo y para susto tuyo. A veces las leías delante de mí, como medio escondido, ignorándome. Abrías mucho los ojos como si no te pudieras creer las cosas que te escribía. Lo que quería hacer contigo. La poesía y la prosa. Porque era verdad que no te lo podías creer. Jugaba a no tener nada que perder, a ponerte al límite, a subir de nivel.

Un día te dije que te quería llevar a Bagdad. Pasaba las horas sumergida entre las páginas de atlas anticuados, repasando continentes, ríos, ciudades, borrando fronteras, imaginando todos los sitios donde quería ir. Cuando te dije que quería llevarte a Bagdad fue tan inesperado que no tuviste más remedio que investigar mis motivos. Te llevé a nuestro rincón secreto y te hablé de Al-Mansur, el califa victorioso que construyó la ciudad de Bagdad en el siglo VIII y la llamo la Ciudad de la Paz. Una ciudad circular, redonda, perfecta, la antigua Babilonia, entre el Tigris y el Eufrates donde según la Biblia se encontraba el Paraíso de Adán y Eva. Te hablé de las cuatro puertas de las murallas, de la Casa de la Sabiduría, te hablé de Harun Ar-Rashid y te expliqué cuentos de Las mil y una noches mientras te dejabas quitar la camiseta y me decías que sí a todo de puro desconcierto.

Durante la primera guerra del Golfo, me pediste que cambiara el mundo y que siempre revolución. Organicé todas las huelgas del instituto contra la guerra, salimos a gritar a la calle, me juntaba con universitarios y saliamos a pegar carteles y colgar pancartas, organizábamos conferencias sobre Oriente Medio, escribía tu nombre en árabe y soñaba con un mundo en paz que construia para que te sintieras orgulloso. Para tener algun lugar entre el Tigris y el Eufrates donde llevarte. Porque lo fácil nunca fue una opción.

De todas las cosas que te escribía en mis notas lo que realmente te hizo bajar la guardia fue que quisiera llevarte a Bagdad como quien te invita a merendar a la cafetería de la esquina. Porque te gustaban mis mundos paralelos, mis planes absurdos y perfectamente tramados, con todos los detalles que sin duda nos conducirían al éxito. Te dejabas convencer porque te llevaba a sitios imposibles sin salir de casa. Me explicabas que releías mis papelitos locos cuando estabas triste o cansado, que me imaginabas estudiando física y te morías de la risa. Porque yo tenía un método absurdo e infalible para estudiar física que hubiera horrorizado al profesor pero que a ti te parecía escandalosamente divertido y apropiado para mi mente dispersa. Que me imaginabas salvando al mundo de todos los males mientras guardabas mis papelitos en una caja de cartón especial. Que no acertabas nunca a ponerte la camiseta a la primera cuando me decías que tenía que volver a clase.

Te dije que te quería llevar a Bagdad porque era el sitio más extraño y más bonito que imaginaba mi mente de exploradora sin mapas. Porque necesitabas algo que te hiciera despertar de tu rutina y no lo sabías. Y se te olvidaron todos los miedos y me dijiste que sí a todo desde entonces.