No
me gustaban los miércoles hasta que se convirtió en el día de las
magdalenas clandestinas. Yo las llamaba magdalenas clandestinas
porque me gustaba poner adjetivos a las cosas que te pertenecían.
Los rotuladores, los abrazos, las libretas, el jersey de colores que
siempre fue mi favorito…Tú las llamabas simplemente magdalenas.
Cada
miércoles me buscabas en clase y me dabas una magdalena perfecta.
Las comprabas en la panadería de la esquina de tu casa. Muchos años
después volví a pasar por delante de aquella panadería sin
atreverme a entrar y comprar magdalenas. Nunca Proust y su búsqueda
del tiempo perdido tuvo tanto sentido.
Que
me dieras de comer me parecía tan maravilloso que durante por lo
menos una hora era incapaz de entender nada que me dijera el profesor
que tenía delante. Me daban igual los ríos, las montañas, los
sujetos y los predicados y, especialmente, las malditas ecuaciones.
Aquella magdalena que me dabas cada miércoles, aunque tuvieras que
desviarte y llegar tarde a tu propia clase, representaba el lejano momento en
que salimos de las cuevas donde pintábamos bisontes e inventábamos
cosas importantes como el fuego, la tortilla de patatas o los abrazos
de tornillo. Representaba cada vez que decidiste cuidar de mi como si
no te pareciera suficiente el bocadillo del almuerzo. Cada vez que supimos que sobreviviríamos a pesar de todo.Necesitaba
aquella magdalena para reconciliarme con los miércoles, con las
ausencias, con las malditas ecuaciones y, a veces, con el mundo.
El
año en que decidimos que nos queríamos estalló la guerra en el
país que supe que amaría siempre. Bagdad resonaba en mi cabeza a
miles de kilómetros de distancia. Tenía pesadillas en las que las bombas
caían sobre tu casa y yo me despertaba temblando y con frío de
otoño temprano. Casi 30 años después Bagdad sigue siendo el
recuerdo de la guerra que intentamos detener gritando en la calle
cuando yo todavía no tenía edad para votar y tú me decías que me
querías porque creía que era posible parar guerras gritando en las
calles.
Bagdad
siempre será el miedo a perderte.
Y
perder el miedo a las bombas que caerían sobre mi si podia salvarte
a ti y a la magdalena de los miércoles. Nuestro pequeño triunfo clandestino. La guerra que acabamos ganando.
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