La
decisión más insólita la tomamos un día a 346 kilómetros de
casa. Fue la primera de muchas decisiones extrañas e irrepetibles
que a mí me maravillaban por su evidente sencillez y a ti te
dibujaba en los ojos una expresión de susto perpetuo.
A
algún adulto le había parecido una buena idea ir a visitar un museo
precioso después de tres noches de insomnio adolescente. Recuerdo el
cansancio y la sensación de contemplar los cuadros desde alguna nube
medio en sueños. Te recuerdo a distancia, con la seriedad del que
vigila, el flequillo despeinado, la camiseta un poco arrugada. Mis
amigas y yo imitábamos los gestos de las bailarinas de Degas y
tomábamos apuntes importantísimos para algún trabajo que
tendríamos que hacer más tarde. Calculé el tiempo que tardarías
en acercarte y en hacer un comentario sobre el cuadro. Me equivoqué
por diez segundos. No tenías ni idea de pintura y te expliqué cosas
sobre la importancia del instante captado al vuelo, lo efímero del
momento, la niebla que envolvía a la bailarina, la mentira de lo
eterno. A veces sonreías distraido y jugabas con un botón de mi
bolso.
Cuando
dieron el aviso de que debíamos evacuar el edificio por una amenaza
de bomba estábamos discutiendo por cualquier cosa sin sentido.
Mirarnos a los ojos. Mantener la calma. Buscar la salida de
emergencia. Seguir al rebaño. Tardé en darme cuenta de que me
apretabas la mano y de que sin querer habías arrancado el botón de
mi bolso.
Bajando
las escaleras te hice parar para decirte que a lo mejor nos moríamos.
Y no entendías nada porque estaba claro que no nos íbamos a morir
en un museo a 346 kilómetros de casa, que saldríamos de allí
ordenadamente como todas las veces que habíamos practicado en el
instituto y que hiciera el favor de no pararme y que querías comer
churros. Porque siempre decías alguna cosa parecida a que querías
comer churros para que me diera cuenta de que no estabas enfadado de
verdad.
Yo
parada en una escalera de un museo madrileño pensando en las
bailarinas de Degas mientras tú me decías que querías ir a comer
churros y la gente evacuaba el edificio por si acaso explotaba una
bomba etarra. Así tomábamos las decisiones normalmente, en medio
del caos. Y allí tomamos nuestra primera decisión absurda y
maravillosa.
Muchos
años más tarde busqué el bar donde nos escondimos cuando
conseguimos salir del museo pero ya no existe. Tampoco existe la
tienda donde entramos a comprar un botón muy feo para substituir al
que habías arrancado de mi bolso. A ti te parecía bonito y nunca te
dije que era muy feo. Después empecé a viajar sin ti a sitios donde
las bombas estallaban de verdad. Y pensaba siempre que a lo mejor nos
morimos y que el instante es efímero.
Desde
entonces me desoriento en todos los simulacros de evacuación y tomo
decisiones absurdas cuando me rodea el caos.
Quin escrit més bonic
ResponderEliminarMoltes gràcies, Deric :)
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