Nunca
me dijiste lo que tenía que hacer. Aunque te lo pidiera. Aunque
necesitara que ordenases las piezas del rompecabezas. Era la parte
del pacto que no escribimos nunca y que acepté por intuición, como
todo lo demás, con los ojos cerrados y las manos extendidas para
parar los golpes contra las paredes que aparecían de repente en
medio de mi laberinto. Si quieres jugar a ser mayor, espabila,
parecías decirme cuando perdía la brújula.
En
realidad pensaba que no necesitaba brújula porque cerraba los ojos,
porque confiaba a ciegas, porque siempre estabas al final de todos
los pasillos que me daba miedo atravesar. Incluso cuando no estabas.
Porque a veces no estabas. Y me intentabas convencer de que no
importaba, que estaban las palabras y los recuerdos, que volvías
enseguida porque el tiempo era mentira. Que siempre ibas a estar
detrás de todas las oscuridades para recogerme. Y yo odiaba tus
estúpidos discursos poéticos porque quería que estuvieras de
verdad, que no fueras metáfora, o cualquier otra maldita figura
retórica. Como si todas las metáforas del mundo pudieran compararse
a cogerte de la mano. Como si todos los recuerdos de mundo pudieran
compararse a tenerte cerca.
Nunca
me dijiste lo que tenia que hacer. Ahora creo que no tenías ni idea.
Improvisábamos. Yo soñaba con auroras boreales y tú coleccionabas
silencios y palabras a medio decir. Yo salía a buscar la primera
amapola de la primavera y te explicaba con detalle dónde la había
visto, lo bonita que era, lo feliz que me sentía cuando veía las
amapolas. Ahora te hubiera enviado todas las fotos de la primera
amapola. Ver la primera amapola de la primavera era la señal de que
habíamos sobrevivido al invierno. Te pedía que vinieras conmigo a
explorar pero tú preferías quedarte en casa y que te lo explicara
más tarde.
¿Cuándo
dejaste de estar al otro lado de los miedos, esperando para
recogerme? ¿Cuándo dejé de buscar amapolas?
Te
regalé una brújula porque pensaba que la necesitabas más que yo.
Me gustaba cuidar de ti y estar, algunas veces, al final de tu propio
miedo. El que no querías enseñarme. El que yo sabía que tenías. Matar todos tus monstruos. Que no me esperases y estar allá, con el machete de exploradora, dispuesta a cortar todas las cabezas que me impidieran protegerte.
Cogerte de la mano por sorpresa, hablarte de las amapolas, decirte
que todo iba a salir bien aunque no tuviera ni idea de nada. Romperte
los esquemas, ordenar las piezas, sobrevivir al invierno.
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