Pienso
en los abismos.
En
Milton y su paraiso perdido cuando Satanás gritaba “levantaos o
permaneced caídos para siempre”, en ejércitos de ángeles
intentando ordenar el caos y la noche mientras Dios exclamaba que el
abismo era Él mismo, en el vértigo reconocible de saberse cerca de
los límites, los bordes de la realidad plegándose sobre si misma
hasta convertirse en la pelota con la que juegan los perros de todos
los dioses que alguna vez decidieron existir.
Quizás
en algún momento estuve a punto de saltar como tantas veces, de
arrastrarte conmigo como hacía siempre y me hiciste notar que había
un puente cerca. Cruzar al otro lado por el camino fácil, seguro,
sin riesgos. Mi puente era de cuerdas y tablones, de los que se
rompen antes de llegar al otro lado, de los que te obligan a aguantar
la respiración y descubrir con sorpresa que al final has
sobrevivido. Tú me hacías mirar un poco más allá. A tus puentes
de piedra, coronados por ángeles perfectos, la mirada serena hacia
el horizonte, petrificados en un sueño eterno de vigilantes de
abismos. Y me cogías de la mano y me llevabas hasta el puente porque
no querías vértigos ni saltos al vacío.
No
era verdad que mis saltos fueran al vacío. Tenía la certeza de
saber exactamente hacia dónde iba, con mi brújula y mis mapas,
bordeando las fronteras marcadas, despistando a los guardianes de la
falsa moral, escondiéndome en los márgenes o fingiendo un disfraz
de niña perfecta que esperaba el momento de incendiar el teatro
donde todos fingían, donde todo el mundo traicionaba sus deseos,
cambiaba sueños por pesadillas, vértigos por puentes de piedra.
Odiaba sus caminos marcados, el camino de baldosas amarillas que
Dorothy tenía que recorrer para llegar hasta el mago de Oz y
descubrir finalmente que era un gran impostor. Era mucho más
divertido utilizar los zapatos rojos de la bruja para recorrer otros
caminos. Qué le den a Kansas, que le den a Dorothy, que le den al
Mago mentiroso.
Sé
que nunca dejaste de quererme pero sí dejaste de necesitar el vértigo
de cuando nos escondíamos, de cuando planeábamos citas en sitios
lejos de casa, de cuando todo te provocaba el espanto de quien jamás ha caminado fuera del camino marcado. Porque decías que ya no hacía
falta, porque pensabas que todo lo hacía porque no había otra
manera, porque si de repente ya éramos mayores para qué seguir
jugando. Intenté que recordaras por qué habías aceptado seguirme y tú solo me abrazabas como si así pudieras evitar que saliera volando. Ojalá no se te hubiera olvidado cómo volar. Ojalás nunca se te hubiera olvidado cómo brillabas cuando éramos clandestinos, fugitivos, exploradores de los límites marcados.
Quizás
nunca vaya a perdonarte que no creyeras que mi vértigo era
compatible con tu calma. Que se me pasaría, que al final entendería
que era mejor cruzar por el puente de piedra y dejar de saltar.
Quizás nunca vaya a perdonarte que intentases domesticarme. Quizás
ha llegado el momento de vomitar todos los abismos que nunca llegué
a cruzar.
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