Hoy
que de nuevo tengo tantas ganas de irme, me
acuerdo de todas las veces que me mirabas y me decías “no serás
capaz”. No porque me retaras sino porque te morías de miedo cada
vez que yo llegaba a ti con un plan infalible para cualquier cosa que se
me ocurriera. He tardado media vida en entender todos tus miedos, en
aceptar que tenías razón.
El
primer verano pudo haber sido el final de todo. Cinco meses de
escondites, secretos, planes absurdos, besos extraños en sitios
inesperados, taquicardias, peleas y perdones. Noches sin dormir.
Nunca he pasado tantas noches sin dormir como cuando se acercaba
aquel mes de junio. Los exámenes, la perfección académica que me exigías y a la que nunca conseguí llegar, tu despedida. Durante mucho tiempo
quise creer que no era verdad que te habías ido sin despedirte, que
era imposible y que volverías como hacías siempre, con los dedos
manchados de tinta y la bolsa marrón llena de papeles desordenados,
que me dirías algo bonito. Creo que nadie nunca me ha vuelto a decir
las cosas bonitas como las decías tú. Me han querido mucho pero me
han sorprendido poco.
Y
no volviste. Y odié aquel mes de junio y el verano que amenazaba con
convertirse en el precipio que acabaría conmigo. El abismo de un
septiembre sin ti. Lo fácil hubiera sido recordar con cariño
aquellos cinco meses clandestinos, aceptar con la madurez que todo el
mundo me atribuía que no hacía falta continuar. Pero lo fácil
nunca fue una opción para mí y así fue como organicé mi primera
huida. Quizás en otro momento pueda explicar los detalles increibles
de un plan enloquecido que debía acabar conmigo en el sur de Francia
sin que mi familia lo supiera. Controlar los tiempos, los cómplices,
las coartadas.
¿Cuando
dejé de ser tan valiente?
Te
escribí una carta para explicarte mi plan. Mientras la escribía,
mientras cerraba el sobre, mientras pegaba el sello y esperaba
impaciente el tiempo aproximado en que debías recibirla, tenía
presente tu cara de susto. Te proponía que nos encontraramos en la
Place de la Comédie, en Montpellier, tal día y a tal hora, para que
me invitaras a merendar crepes con chocolate. En realidad yo acababa
de leer Rayuela y como todas las adolescentes que leen Rayuela,
quería ser la Maga jugando a desencontrarse con Horacio por las
calles de París, no planear nada y que el destino nos reuniera
caminando a ciegas por las calles de Montpellier que me parecía más
asequible que París. Pero te dije día y hora. Tenía que
recorrer 683 kilómetros para saber si eras capaz de encontrarte
conmigo en cualquier sitio que te propusiera, para que llegara
septiembre y no te odiara.
Fue
un viaje extraño y peligroso que algún día deberá ser explicado.
Quizás.
Nunca
he confiado tanto en nadie como cuando llegué por fin a la plaza de
nuestra cita y estabas allí hecho una furia, muerto de miedo y de
preocupación. Y también feliz. Éramos tan felices y la ciudad tan bonita... Nos explotaba el corazón en cada esquina.
Años
más tarde, ya adulta, cuando ya hacía tiempo que había decidido dejarte, mi
habitación con vistas al Nilo empezó a asfixiarme y pensé que
Montpellier sería un buen lugar para vivir. No aguanté mucho. Me di
cuenta de que siempre esperaba verte caminando como si fueras el
Horacio de Rayuela, haciendo como que me encontrabas por casualidad
con la cara manchada de crepe de chocolate. No he vuelto a visitar
aquella ciudad y además no me gusta París.
¿Cómo
conseguimos regresar a casa y hacer que septiembre no se convirtiera
en un agujero negro de tristezas y adioses? ¿Cómo conseguimos
sobrevivir a todo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario