jueves, 24 de enero de 2019

EL DÍA QUE ME ESCAPÉ


Hoy que de nuevo tengo tantas ganas de irme, me acuerdo de todas las veces que me mirabas y me decías “no serás capaz”. No porque me retaras sino porque te morías de miedo cada vez que yo llegaba a ti con un plan infalible para cualquier cosa que se me ocurriera. He tardado media vida en entender todos tus miedos, en aceptar que tenías razón.

El primer verano pudo haber sido el final de todo. Cinco meses de escondites, secretos, planes absurdos, besos extraños en sitios inesperados, taquicardias, peleas y perdones. Noches sin dormir. Nunca he pasado tantas noches sin dormir como cuando se acercaba aquel mes de junio. Los exámenes, la perfección académica que me exigías y a la que nunca conseguí llegar, tu despedida. Durante mucho tiempo quise creer que no era verdad que te habías ido sin despedirte, que era imposible y que volverías como hacías siempre, con los dedos manchados de tinta y la bolsa marrón llena de papeles desordenados, que me dirías algo bonito. Creo que nadie nunca me ha vuelto a decir las cosas bonitas como las decías tú. Me han querido mucho pero me han sorprendido poco.

Y no volviste. Y odié aquel mes de junio y el verano que amenazaba con convertirse en el precipio que acabaría conmigo. El abismo de un septiembre sin ti. Lo fácil hubiera sido recordar con cariño aquellos cinco meses clandestinos, aceptar con la madurez que todo el mundo me atribuía que no hacía falta continuar. Pero lo fácil nunca fue una opción para mí y así fue como organicé mi primera huida. Quizás en otro momento pueda explicar los detalles increibles de un plan enloquecido que debía acabar conmigo en el sur de Francia sin que mi familia lo supiera. Controlar los tiempos, los cómplices, las coartadas.

¿Cuando dejé de ser tan valiente?

Te escribí una carta para explicarte mi plan. Mientras la escribía, mientras cerraba el sobre, mientras pegaba el sello y esperaba impaciente el tiempo aproximado en que debías recibirla, tenía presente tu cara de susto. Te proponía que nos encontraramos en la Place de la Comédie, en Montpellier, tal día y a tal hora, para que me invitaras a merendar crepes con chocolate. En realidad yo acababa de leer Rayuela y como todas las adolescentes que leen Rayuela, quería ser la Maga jugando a desencontrarse con Horacio por las calles de París, no planear nada y que el destino nos reuniera caminando a ciegas por las calles de Montpellier que me parecía más asequible que París. Pero te dije día y hora. Tenía que recorrer 683 kilómetros para saber si eras capaz de encontrarte conmigo en cualquier sitio que te propusiera, para que llegara septiembre y no te odiara.

Fue un viaje extraño y peligroso que algún día deberá ser explicado. Quizás.

Nunca he confiado tanto en nadie como cuando llegué por fin a la plaza de nuestra cita y estabas allí hecho una furia, muerto de miedo y de preocupación. Y también feliz. Éramos tan felices y la ciudad tan bonita... Nos explotaba el corazón en cada esquina.

Años más tarde, ya adulta, cuando ya hacía tiempo que había decidido dejarte, mi habitación con vistas al Nilo empezó a asfixiarme y pensé que Montpellier sería un buen lugar para vivir. No aguanté mucho. Me di cuenta de que siempre esperaba verte caminando como si fueras el Horacio de Rayuela, haciendo como que me encontrabas por casualidad con la cara manchada de crepe de chocolate. No he vuelto a visitar aquella ciudad y además no me gusta París.

¿Cómo conseguimos regresar a casa y hacer que septiembre no se convirtiera en un agujero negro de tristezas y adioses? ¿Cómo conseguimos sobrevivir a todo?


No hay comentarios:

Publicar un comentario