Querido
M…
Pasé
muchas semanas planeando cómo celebrar contigo aquel primer cumpleños
en el que ya estabas en otro instituto, ya te habías despedido de
mí, ya habías huido como el tipo sensato que intentabas ser. La
sensatez te duró mucho menos que lo que me costó a mí averiguar
cómo llegar a tu nuevo instituto. 26 kilómetros de distancia con 16
años pretecnológicos era casi como atravesar el desierto a ciegas.
Era viernes y no fui al instituto. Le pedí a mi mejor amiga que me
cubriera las espaldas y se puso a llorar como hacía siempre que se
enteraba de cualquier cosa que tuviera que ver con nosotros. Me pidió
que te felicitara también de su parte, que te dijera que todo el
mundo te echaba mucho de menos., que vinieras algún día a vernos.
La dejé llorando camino de clase de matemáticas. Era viernes y me
perdí tantas veces antes de llegar a tu nuevo instituto que a partir
de aquel momento dejé de tener miedo a dar vueltas sin rumbo, a
cruzar fronteras y subir a trenes cuyo destino no siempre tenía
claro.
Volví
a recorrer ese mismo camino muchos años después, desbordante de
nostalgia, tren directo, menos de media hora, google maps, horarios
en la web. Pero en aquel momento llegar hasta donde estabas
significaba perderme y encontrarme. Siempre fue así. Perdernos y
encontrarnos. Jugar a desaparecer y estar siempre cerca,
desorientados, medio atontados, probando todas las rutas posibles
para llegar siempre a la misma conclusión.
Cuando
por fin llegué, pregunté por ti en conserjería y todavía no me
explico cómo convencí a aquella señora para que fuera a buscarte a
clase. Más tarde me explicaste que, cuando me viste esperándote en
la puerta, tenía un aspecto entre angustiada y desorientada. Como si
una parte de mí todavía estuviera preguntándose qué demonios
hacía yo allí, que a lo mejor te enfadabas, que a lo mejor no
querías verme, que a lo mejor no sabía volver a casa. Que si no
querías verme me iba a dar igual no saber cómo volver a casa. Te lo
expliqué muy rápido para que no me interrumpieras porque quería
decírtelo todo antes de darte la posibilidad de sermonearme. Cómo
la primera vez que decidimos que nos queríamos, cuando todavía los
miércoles tenían sentido porque compartiamos el almuerzo. La
cuestión siempre fue no dejarte hablar hasta que yo hubiera dicho
tantas cosas absurdas que estuvieras totalmente desorientado y no
pudieras decirme que me fuera.
Así
que te felicité, te di recuerdos de todo el mundo, te dije todo lo
que había pensado decirte mientras me equivocaba de tren para llegar
a tu nuevo instituto. Y cuanto más hablaba más evidente me parecía
que todo aquello no tenía sentido.
Pero
me abrazaste, fuiste a buscar tu chaqueta y tu bolsa marrón y no
volviste a clase. Nos fuimos a celebrar tu cumpleaños. Era un
viernes de la era pretecnológica. Llamé desde una cabina a casa,
expliqué dónde estaba, mentí sobre con quién estaba y avisé que
no iría a comer, ni a cenar y seguramente tampoco a dormir. La
llamada me costó veinticinco pesetas. El lunes tenía un examen de
física. Fue mi primer y último suspenso.
A
lo largo de los años, hasta que llegó el momento en el que decidí
abandonarte, solo me pediste que te quisiera siempre aunque algún
día dejáramos de vernos. Que te quisiera siempre y que siempre
revolución. Así es que aquí estoy, 27 años después de tantas
primeras veces. Odiando los adverbios y cumpliendo mis promesas.
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