viernes, 18 de enero de 2019

PERDERSE Y ENCONTRARSE


Querido M…

Pasé muchas semanas planeando cómo celebrar contigo aquel primer cumpleños en el que ya estabas en otro instituto, ya te habías despedido de mí, ya habías huido como el tipo sensato que intentabas ser. La sensatez te duró mucho menos que lo que me costó a mí averiguar cómo llegar a tu nuevo instituto. 26 kilómetros de distancia con 16 años pretecnológicos era casi como atravesar el desierto a ciegas. Era viernes y no fui al instituto. Le pedí a mi mejor amiga que me cubriera las espaldas y se puso a llorar como hacía siempre que se enteraba de cualquier cosa que tuviera que ver con nosotros. Me pidió que te felicitara también de su parte, que te dijera que todo el mundo te echaba mucho de menos., que vinieras algún día a vernos. La dejé llorando camino de clase de matemáticas. Era viernes y me perdí tantas veces antes de llegar a tu nuevo instituto que a partir de aquel momento dejé de tener miedo a dar vueltas sin rumbo, a cruzar fronteras y subir a trenes cuyo destino no siempre tenía claro.

Volví a recorrer ese mismo camino muchos años después, desbordante de nostalgia, tren directo, menos de media hora, google maps, horarios en la web. Pero en aquel momento llegar hasta donde estabas significaba perderme y encontrarme. Siempre fue así. Perdernos y encontrarnos. Jugar a desaparecer y estar siempre cerca, desorientados, medio atontados, probando todas las rutas posibles para llegar siempre a la misma conclusión.

Cuando por fin llegué, pregunté por ti en conserjería y todavía no me explico cómo convencí a aquella señora para que fuera a buscarte a clase. Más tarde me explicaste que, cuando me viste esperándote en la puerta, tenía un aspecto entre angustiada y desorientada. Como si una parte de mí todavía estuviera preguntándose qué demonios hacía yo allí, que a lo mejor te enfadabas, que a lo mejor no querías verme, que a lo mejor no sabía volver a casa. Que si no querías verme me iba a dar igual no saber cómo volver a casa. Te lo expliqué muy rápido para que no me interrumpieras porque quería decírtelo todo antes de darte la posibilidad de sermonearme. Cómo la primera vez que decidimos que nos queríamos, cuando todavía los miércoles tenían sentido porque compartiamos el almuerzo. La cuestión siempre fue no dejarte hablar hasta que yo hubiera dicho tantas cosas absurdas que estuvieras totalmente desorientado y no pudieras decirme que me fuera.

Así que te felicité, te di recuerdos de todo el mundo, te dije todo lo que había pensado decirte mientras me equivocaba de tren para llegar a tu nuevo instituto. Y cuanto más hablaba más evidente me parecía que todo aquello no tenía sentido.

Pero me abrazaste, fuiste a buscar tu chaqueta y tu bolsa marrón y no volviste a clase. Nos fuimos a celebrar tu cumpleaños. Era un viernes de la era pretecnológica. Llamé desde una cabina a casa, expliqué dónde estaba, mentí sobre con quién estaba y avisé que no iría a comer, ni a cenar y seguramente tampoco a dormir. La llamada me costó veinticinco pesetas. El lunes tenía un examen de física. Fue mi primer y último suspenso.

A lo largo de los años, hasta que llegó el momento en el que decidí abandonarte, solo me pediste que te quisiera siempre aunque algún día dejáramos de vernos. Que te quisiera siempre y que siempre revolución. Así es que aquí estoy, 27 años después de tantas primeras veces. Odiando los adverbios y cumpliendo mis promesas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario