Lo
más parecido que hicimos nunca a morirnos fue besarnos por primera
vez porque se te desbocó el corazón de tal manera que pensé que
tendría que informar al conserje de que necesitabas una ambulancia.
Te recuerdo mirando la puerta de clase con tanta fuerza que estaba
segura de que en cualquier momento dispararías rayos láser por los
ojos. Y te lo dije, que dejaras de intentar destruir la puerta con
rayos láser, que quisieras o no necesitábamos aquella puerta para
escondernos y que iba a ser un problema lo de dar explicaciones y que
ya teníamos bastantes problemas y que no te preocuparas que lo tenía
todo controlado. Puerta incluida.
Solo
entonces reaccionaste. Porque solo reaccionabas cuando te decía que
lo tenía todo controlado para mirarme con ojos de rayos láser que
era casi lo mismo que decir que de repente te acordabas de que nada
de lo que hacíamos tenía sentido. Con el tiempo aprendí a
dosificar mis afirmaciones de tenerlo todo controlado porque era
mucho peor tener que aguantar tus ataques de responsabilidad que
asumir que éramos incapaces de controlar nada. Cuanto antes
asumas que esto es un descontrol, mejor, te decía. Y aún así
te quedabas.
Te arreglabas el flequillo, te limpiabas las gafas con
la manga del jersey y fumabas asomado a la ventana con ese aire de no
entender nada que tenías siempre. A veces conseguía robarte el
tabaco y los mecheros y te los tiraba a la basura y te llenaba las
cajetillas con pipas de loro para que te entretuvieras. Pero nunca
conseguí que dejaras de fumar.
La
puerta. La puerta de la clase donde conseguí besarte por primera vez
sin que salieras corriendo sí que la tenía controlada. Nadie podría
entrar hasta que yo no quitara el trocito de clip con que el que
impedía que la llave funcionara. Nadie podría entrar ni salir, de hecho. El
trocito de clip que se quedó atascado en la cerradura y la
inutilizó. Y se acabó la hora del patio y ni ellos podían entrar
ni nosotros podíamos salir. Por eso creo que lo más cerca que
estuviste de morirte fue la primera vez que nos besamos. Primero por
el susto de lo inesperado y después porque el conserje tuvo que
desmontar la puerta para que pudiéramos salir de clase como si no
hubiera pasado nada porque por supuesto que estábamos repasando para un examen y no
teníamos ni idea de qué le había pasado a la puerta.
En
realidad todo estuvo lleno de primeras veces enloquecidas. Todas las
primeras veces que tuve que convencerte de todo. Siempre el corazón
al galope. ¿Cuántos latidos gastaste mientras estabas conmigo?
Seguro que hay alguna leyenda india o japonesa o lapona que explica
algo parecido a que venimos al mundo con un número concreto de
latidos. Y cuando se acaban, se acaban. Seguro que en alguna
biblioteca perdida debe haber un libro polvoriento que lo explica. Es
posible que incluso exista un sitio entremundos donde alguien lleve
la cuenta de nuestros latidos. Y cuando se acaban te mueres. Y no hay
negociaciones. El tipo que lleva la cuenta es implacable. La culpa es
tuya por provocar taquicardias, ahora no vengas pidiendo prórrogas.
Se ha muerto y punto. Se acabaron los latidos. Haber ido más despacio.
He
paseado por tantos cementerios buscando tumbas... En París, el
cementerio de Père-Lachaise buscando a Isadora Duncan y su libertad
de bailarina descalza y despeinada, el de Montparnasse buscando a
Cortázar, querido cronopio, el de Scarborough, lleno de cuervos, para comer un sandwich
de queso y mermelada de arándanos junto a la tumba de Anne Brontë.
Ángeles de piedra recortados contra cielos grises y azules. Fechas
grabadas en piedras cubiertas de musgo. El cementerio de mi iglesia
favorita de York, pequeña y escondida, donde tantas veces he parado
a descansar.
Nunca pasearé por ningún cementerio buscando tu tumba.
En
algún otro libro de páginas amarillas, en alguna biblioteca
preciosa, debe haber otra historia que explique que la
culpa no es de nadie, que no conseguí que dejaras de fumar, que al
final no conseguimos ser nada más que un recuerdo lejano, que a lo
mejor nunca te perdoné que no volvieras a buscarme, que tengo el
corazón lleno de todos los desiertos, montañas, pueblos,
monasterios y fronteras que visité sin ti gracias a que no viniste a
buscarme, que en el fondo sé que no era contigo con quien tenía que
atravesar los desiertos, ni subir las montañas, ni morirme de miedo
cruzando lagos en barcas enclenques.
Tu aventura fue dejar que te besara por primera vez en una clase vacía a la hora del almuerzo. La mía, todo lo que ha venido después. Todo lo que vendrá. Que estoy aquí, en este preciso momento, en este preciso lugar, gracias a que nunca viniste a buscarme cuando me fui, en aquellos tiempos extraños sin teléfonos ni internet.
Tu aventura fue dejar que te besara por primera vez en una clase vacía a la hora del almuerzo. La mía, todo lo que ha venido después. Todo lo que vendrá. Que estoy aquí, en este preciso momento, en este preciso lugar, gracias a que nunca viniste a buscarme cuando me fui, en aquellos tiempos extraños sin teléfonos ni internet.
No me esperes levantado. Gracias. Muchas gracias.
Siempre valen la pena todos los corazones desbocados.
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