En
aquellos años de comunicación analógica te escribía notas en
trozos de papel y te los pasaba en clase cuando creía que no nos
veía nadie. Aunque era mucho más arriesgado, también te las hacía
llegar cuando no estabas conmigo en clase. Abría la puerta de donde
estuvieras, te la dejaba en la mesa y salía corriendo para
perplejidad de todo el mundo y para susto tuyo. A veces las leías
delante de mí, como medio escondido, ignorándome. Abrías mucho los
ojos como si no te pudieras creer las cosas que te escribía. Lo que quería hacer contigo. La poesía y la prosa. Porque
era verdad que no te lo podías creer. Jugaba a no tener nada que
perder, a ponerte al límite, a subir de nivel.
Un
día te dije que te quería llevar a Bagdad. Pasaba las horas
sumergida entre las páginas de atlas anticuados, repasando
continentes, ríos, ciudades, borrando fronteras, imaginando todos
los sitios donde quería ir. Cuando te dije que quería llevarte a
Bagdad fue tan inesperado que no tuviste más remedio que investigar
mis motivos. Te llevé a nuestro rincón secreto y te hablé de
Al-Mansur, el califa victorioso que construyó la ciudad de Bagdad en
el siglo VIII y la llamo la Ciudad de la Paz. Una ciudad circular,
redonda, perfecta, la antigua Babilonia, entre el Tigris y el
Eufrates donde según la Biblia se encontraba el Paraíso de Adán y
Eva. Te hablé de las cuatro puertas de las murallas, de la Casa de
la Sabiduría, te hablé de Harun Ar-Rashid y te expliqué cuentos de
Las mil y una noches mientras te dejabas quitar la camiseta y me
decías que sí a todo de puro desconcierto.
Durante
la primera guerra del Golfo, me pediste que cambiara el mundo y que siempre
revolución. Organicé todas las huelgas del instituto contra la
guerra, salimos a gritar a la calle, me juntaba con universitarios y
saliamos a pegar carteles y colgar pancartas, organizábamos
conferencias sobre Oriente Medio, escribía tu nombre en árabe y
soñaba con un mundo en paz que construia para que te sintieras
orgulloso. Para tener algun lugar entre el Tigris y el Eufrates donde
llevarte. Porque lo fácil nunca fue una opción.
De
todas las cosas que te escribía en mis notas lo que realmente te
hizo bajar la guardia fue que quisiera llevarte a Bagdad como quien
te invita a merendar a la cafetería de la esquina. Porque te
gustaban mis mundos paralelos, mis planes absurdos y perfectamente
tramados, con todos los detalles que sin duda nos conducirían al
éxito. Te dejabas convencer porque te llevaba a sitios imposibles
sin salir de casa. Me explicabas que releías mis papelitos locos
cuando estabas triste o cansado, que me imaginabas estudiando física
y te morías de la risa. Porque yo tenía un método absurdo e
infalible para estudiar física que hubiera horrorizado al profesor
pero que a ti te parecía escandalosamente divertido y apropiado para
mi mente dispersa. Que me imaginabas salvando al mundo de todos los
males mientras guardabas mis papelitos en una caja de cartón
especial. Que no acertabas nunca a ponerte la camiseta a la primera
cuando me decías que tenía que volver a clase.
Te
dije que te quería llevar a Bagdad porque era el sitio más extraño
y más bonito que imaginaba mi mente de exploradora sin mapas. Porque
necesitabas algo que te hiciera despertar de tu rutina y no lo
sabías. Y se te olvidaron todos los miedos y me dijiste que sí a
todo desde entonces.
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