Hace
mucho tiempo que no te echo de menos. Pero cada
vez que echo de menos a alguien a quien quiero, recuerdo lo que
significó en nuestras vidas que yo me subiera a aquel avión rumbo
a cualquier sitio lejos de nosotros.
Tardé
quince días de finales
de enero en convencerte
de que yo era la mejor opción para ti. Un día por cada uno de los
años que tenía. Quince días de insistencia, de buscarte a todas horas, de certezas absolutas,
de estrategias diseñadas con habilidad de cirujana adolescente. Quince días
para descoser todas tus costuras, deshacer todas tus dudas, destruir
todos tus miedos, desconcertarte
hasta que te olvidarás de quién
eras. Dejarte en carne
viva. Derribar tus
murallas. Lo conseguí.
Quince
días para que dijeras que sí. Cinco meses escondiéndonos
en las esquinas de lo impredecible.
Tres años rompiendo todas las reglas. Cinco años riéndonos de
todos.
Cuando
yo decidí irme y tú quedarte,
agotamos todas las palabras, todos los porqués, todas las razones y
argumentos, nos besamos hasta no creernos que yo me iba y que tú no
querías venir, nos
volvimos a tumbar boca arriba en tu cama deshecha como las primeras
veces, cuando me abrías la puerta y me hacías escuchar tu canción
favorita y yo te llevaba galletas y mandarinas. Como cuando te quería
tanto que me imaginaba que nos quedábamos quietos como reptiles, con
la mirada fija en un punto del espacio, del tiempo, de la realidad
alternativa en la que vendrías conmigo en cualquier avión que
tomase. Que nos latía el corazón lento y se paraba el tiempo, que
solo tenía ganas de romperlo todo, de llenarlo todo con la rabia que
me cortaba la respiración hasta que me contabas los dedos de las
manos para hacerme volver. Siempre
el mismo escalofrío en el aterrizaje. Yo quería volar y tú siempre
conseguías que volviera.
Hace
poco mi mejor amiga, la que se pasó nuestros primeros años de
desenfreno tapando nuestras huidas, me contó que viniste a
despedirme al aeropuerto el día en que me fui y que no te vi. Reconstruir
mi personaje mientras el avión despegaba rumbo al desierto que se
convertiría en mi hogar. Redefinir mis nuevas fronteras, respirar
lento, detener el corazón, caminar despacio entre la niebla de una
nueva realidad que todavía no se había dibujado a mi alrededor.
Decidí que nunca más volvería a cometer todas las locuras que me
habían llevado hasta aquel momento. Decidí que no te echaría
de menos aunque te
quisiera siempre.
No
te echo de menos pero te recuerdo a través de las personas a quienes
echo de menos cuando vuelve de nuevo aquella sensación de
velocidad, de vértigo, cuando paro en seco, cuando vuelvo a coger
aviones dentro de mi mente para escapar de las garras de una
realidad que siempre acaba ganando. Ojalá me acordará de cómo
era cuando conseguía
derribar todas tus murallas. Te reconozco a veces en mis propias
palabras, en otros
ojos, en otro siglo, en la sensación lejana de un eco que de nuevo
consigue dejarme sin respiración. Te reconozco en la lucha diaria
por recuperar el equilibrio. La lucha entre el corazón desatado y la
calma que me atrapa
como una tela de araña invisible y traicionera.
Nunca
te he explicado cómo empezó mi vida en el desierto. Nunca te he explicado todas las fronteras que he cruzado buscando tesoros desde
que me fui, todas las veces que he estado a punto de desaparecer por
fin, todas las veces que me han apuntado con un arma, todos mis
disfraces, todas mis batallas, todas mis coartadas, todas las veces
que fui feliz con gente que no eras tú, todas
las veces que escapé de la normalidad que pretendían imponerme, de
los amores aburridos, del camino seguro.
Y
que nunca he querido volver a verte desde que dejaste que me fuera.
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