domingo, 10 de febrero de 2019

TU VIDA TRANQUILA, MI DESCONTROL


Elegir la música era un ritual al que dedicábamos tiempo y artesanía. Tú tenías dinero para comprar discos y yo conseguía las cintas de cassette en la biblioteca pública. Te prestaba mi walkman rosa para que escucharas mis canciones preferidas, las que tenían que ser tuyas porque eran mías. Algunas no te gustaban demasiado pero yo te grababa mis propias selecciones en cintas que compraba en una ferretería de mi barrio y eso sí que te gustaba. Elaboraba las portadas de las cassettes con papeles de colores, me inventaba los títulos, hacía dibujos feos que yo quería que fueran bonitos pero siempre me salían feos, ponía las canciones en el orden lógico en que debían ser escuchadas para que se entendiera lo que te quería decir cuando no era suficiente con decírtelo. Casi era capaz de adivinar qué canción no te gustaría demasiado pero entonces diseñaba una libretita con las letras de las canciones y subrayaba concretamente el trocito importante de la canción que no te gustaba para que entendieras por qué tenías que escucharla.

Te gustaban mis libretitas con letras de canciones y mis cintas grabadas porque te gustaba yo. Les dabas vueltas en las manos y las mirabas por todas partes con cara de no creértelo. De repente levantabas la cabeza, entornabas los ojos y me preguntabas si no tenía que haber estado estudiando para no sé qué examen en vez de hacer aquello. Y me enfadaba un poco porque dudabas de mi capacidad para estudiar mientras diseñaba portadas de cintas de cassette en paralelo. Tremenda injusticia.

Tú también me grababas canciones en cintas de cassette que incluían clases extras de inglés tirados por los suelos de tu casa. Pero lo que más te gustaba era escuchar tus discos conmigo. Sacabas el tocadiscos de su mueble y lo llevabas al dormitorio. Te ponía un poco nervioso sacar el tocadiscos del mueble y ponerlo en la alfombra pero a mí me gustaba sentarme en el suelo de tu dormitorio. Me quitaba los zapatos y si hacía frío me ponías una manta de colores por encima y te acurrucabas a mi lado con los ojos cerrados. Siempre tenía frío aunque encendieras el radiador. Cuando estabas cerca un poco menos. Siempre tengo frío. Me gustaba tu manta y que te sentaras muy cerca y que me rodearas con montañas de discos y que eligieras las canciones que querías que escuchara porque tenían mensajes ocultos que hablaban de nosotros aunque fueran canciones viejas. Era nuestra lucha secreta contra un universo que hacía todo lo posible para que no nos encontraramos. Queríamos que todas las canciones hablaran de nosotros porque eso nos hacía sentir un poco más fuertes, un poco menos desolados.

Los fines de semanas salía con mis amigos y en algún momento de la noche ponía tus canciones en el radiocassette, contaba botellas vacías y acababa abrazando a cualquiera, esperando, sin éxito, que alguien oliera como tú. Fuiste la banda sonora de todas mis huidas. La necesidad oscura de encontrarte al final de todas mis noches adolescentes.

Tu vida tranquila, mi descontrol. Que me abrazaras en el punto medio para conseguir que volviera a respirar cuando la velocidad de mi propia existencia me dejaba sin aire. Aprender a no ponerte en peligro, a protegerte siempre, a no hablar de ti. Que confiaras en mí cuando te llamaba de madrugada desde una cabina y no entendías lo que te decía. Que no te importara porque sabías que llegarían los lunes y nos iriamos a nuestro sitio escondido a filosofar y a besarnos. A reirnos hasta que nos doliera la barriga. Que siempre estaría. Que siempre estaríamos. Que las canciones siempre hablarían de nosotros. De tu vida tranquila, de mi caos y mi vértigo. De tu manera de cogerme de la mano para que no saliera volando, para que nada me doliera demasiado cuando no estuvieras.


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