Elegir
la música era un ritual al que dedicábamos tiempo y artesanía. Tú
tenías dinero para comprar discos y yo conseguía las cintas de
cassette en la biblioteca pública. Te
prestaba mi walkman rosa para que escucharas mis canciones
preferidas, las que tenían que ser tuyas porque eran mías. Algunas
no te gustaban demasiado pero yo te grababa mis propias selecciones
en cintas que compraba en una ferretería de mi barrio y eso sí que
te gustaba. Elaboraba las portadas de las cassettes con papeles de
colores, me inventaba los títulos, hacía dibujos feos que yo quería
que fueran bonitos pero siempre me salían feos, ponía las canciones
en el orden lógico en que debían ser escuchadas para que se
entendiera lo que te quería decir cuando no era suficiente con
decírtelo. Casi era capaz de adivinar qué canción no te gustaría
demasiado pero entonces diseñaba una libretita con las letras de las
canciones y subrayaba concretamente el trocito importante
de la canción que no te gustaba para que entendieras por qué tenías
que escucharla.
Te
gustaban mis libretitas con letras de canciones y mis cintas grabadas
porque te gustaba yo.
Les
dabas vueltas en las manos y las
mirabas por todas partes con cara de no creértelo. De repente
levantabas la cabeza, entornabas los ojos y me preguntabas si no
tenía que haber estado estudiando para no sé qué examen en vez de
hacer aquello. Y me enfadaba un poco porque dudabas de mi capacidad
para estudiar mientras diseñaba portadas de cintas de cassette en
paralelo. Tremenda
injusticia.
Tú
también me grababas canciones en cintas de cassette que incluían
clases extras de inglés tirados por los suelos de
tu casa. Pero
lo que más te gustaba era escuchar tus discos conmigo. Sacabas
el tocadiscos de su mueble y lo llevabas al dormitorio. Te ponía un
poco nervioso sacar el tocadiscos del mueble y ponerlo en la alfombra
pero a mí me gustaba sentarme en el suelo de tu dormitorio. Me
quitaba los zapatos y si hacía frío me ponías una manta de
colores por encima y te
acurrucabas a mi lado con los ojos cerrados. Siempre
tenía frío aunque encendieras el radiador. Cuando estabas cerca un
poco menos. Siempre tengo frío. Me gustaba tu manta y que te
sentaras muy cerca y que me rodearas
con montañas de
discos y que eligieras las canciones que querías que escuchara
porque tenían mensajes ocultos que hablaban de nosotros aunque
fueran canciones viejas. Era
nuestra lucha secreta contra un universo que hacía todo lo posible
para que no nos encontraramos. Queríamos que todas las canciones
hablaran de nosotros porque eso nos hacía sentir un poco más
fuertes, un poco menos desolados.
Los
fines de semanas salía con mis amigos y en algún
momento de la noche ponía tus canciones en el radiocassette, contaba
botellas vacías y acababa abrazando a cualquiera, esperando, sin
éxito, que alguien
oliera como tú. Fuiste
la banda sonora de todas mis huidas. La necesidad oscura de
encontrarte al final de todas mis noches adolescentes.
Tu
vida tranquila, mi descontrol. Que
me abrazaras en el
punto medio para conseguir que volviera a respirar cuando la
velocidad de mi propia existencia me dejaba sin aire. Aprender a no
ponerte en peligro, a protegerte siempre, a no hablar de ti. Que
confiaras en mí cuando te llamaba de madrugada desde
una cabina y no
entendías lo que te decía. Que no te importara porque sabías que
llegarían los lunes y nos iriamos a nuestro
sitio escondido a filosofar y a besarnos. A
reirnos hasta que nos doliera la barriga.
Que siempre estaría. Que siempre estaríamos. Que las canciones
siempre hablarían de nosotros. De
tu vida tranquila, de mi caos y mi vértigo. De tu manera de cogerme
de la mano para que no saliera volando, para que nada me doliera
demasiado cuando no estuvieras.
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