Antes
de cumplir los dieciocho estuve a punto de morir. Era verano y los
jazmines crecían en la terraza de tu casa. Comprábamos botellas de
ginebra y chocolate con almendras en una tienda pequeña de tu barrio
porque me caía bien el vendedor y se parecía a una tienda que había
visto una vez en una de tus películas en blanco y negro. Comíamos
pipas, bailábamos raro y nos pasábamos las noches medio desnudos.
Te explicaba cómo pensaba seguir viéndote en otoño aunque te
fueras del instituto. Te asustabas con mi larga lista de evidentes
irregularidades y yo te pedía que confiaras en mí. Elegías los
jazmines más bonitos de tu terraza y me los ponías en el pelo.
No
recuerdo por qué me fui de tu casa la noche en que estuve a punto de
morir. Cogí tus botellas de ginebra y salí a buscar a mis amigos
con el pelo lleno de jazmines. Seguramente te prometería que nos
veríamos al día siguiente y que no te comieras todas las pipas y
que besos y abrazos y cosas. Y seguramente mis amigos y yo nos bebimos todas las
botellas y seguramente el conductor novato del coche destartalado con
el que íbamos de un pueblo a otro en aquellas noches de verano
también bebió.
Los
recuerdos se mezclan con la imaginación. La sangre, el dolor, la
frontera difusa entre la consciencia y el desvanecimiento, alguien
que me pedía que no me durmiera, repetir tu nombre como un mantra
para mantenerme a este lado de la existencia. Casi todo el tiempo que
pasé en el hospital estuve inconsciente o medio dormida. Sé que
venías a verme porque en los momentos en que estaba despierta
siempre había jazmines cerca de mi cama y porque mis padres me
explicaron más tarde lo amable y lo atento que eras y lo preocupado
que parecías. Y porque mi amiga la llorona me puso al día de todo lo que hiciste mientras estuve en el hospital. De lo valiente que fuiste.
Agoté
todos mis sueños mientras me esforzaba por no morirme. Soñaba con
ciudades incendiadas, escuchaba de lejos idiomas antiguos, reconocía
desiertos y mezquitas que se alzaban ante mí como una premonición,
recorría pasados lejanos donde existías con otros rostros y
me invitabas a conquistar tierras desconocidas a lomos de caballos
negros. Creo que a veces descubría futuros incomprensibles. Se me
aparecían detrás de una niebla espesa, como una cortina que alguien
cerca me sugería no abrir. Escuchaba nombres de personas
desconocidas que se instalaban en algún lugar de mi memoria como
bombas latentes, esperando el momento oportuno en que serían
pronunciados y los recordaría desde mi propio pasado. Morirse es
extraño. Intentar no hacerlo todavía más.
Sobrevivir
a la inercia y al cansancio a base de visiones de todo lo que todavía
estaba por venir o de recuerdos de otros mundos. Cuando desperté
decidí olvidar que no estabas en ninguno de los futuros que se
habían entremezclado con mis recuerdos.
Desde
entonces trenzo los hilos de las múltiples verdades que se mezclan
en mis sueños y mis pesadillas. Ordeno universos mientras se
deshacen los futuros que todavía nadie ha imaginado. En el fondo
echo de menos tener jazmines cerca. Aunque no sean los tuyos,
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