jueves, 21 de febrero de 2019

JAZMINES


Antes de cumplir los dieciocho estuve a punto de morir. Era verano y los jazmines crecían en la terraza de tu casa. Comprábamos botellas de ginebra y chocolate con almendras en una tienda pequeña de tu barrio porque me caía bien el vendedor y se parecía a una tienda que había visto una vez en una de tus películas en blanco y negro. Comíamos pipas, bailábamos raro y nos pasábamos las noches medio desnudos. Te explicaba cómo pensaba seguir viéndote en otoño aunque te fueras del instituto. Te asustabas con mi larga lista de evidentes irregularidades y yo te pedía que confiaras en mí. Elegías los jazmines más bonitos de tu terraza y me los ponías en el pelo.

No recuerdo por qué me fui de tu casa la noche en que estuve a punto de morir. Cogí tus botellas de ginebra y salí a buscar a mis amigos con el pelo lleno de jazmines. Seguramente te prometería que nos veríamos al día siguiente y que no te comieras todas las pipas y que besos y abrazos y cosas. Y seguramente mis amigos y yo nos bebimos todas las botellas y seguramente el conductor novato del coche destartalado con el que íbamos de un pueblo a otro en aquellas noches de verano también bebió.

Los recuerdos se mezclan con la imaginación. La sangre, el dolor, la frontera difusa entre la consciencia y el desvanecimiento, alguien que me pedía que no me durmiera, repetir tu nombre como un mantra para mantenerme a este lado de la existencia. Casi todo el tiempo que pasé en el hospital estuve inconsciente o medio dormida. Sé que venías a verme porque en los momentos en que estaba despierta siempre había jazmines cerca de mi cama y porque mis padres me explicaron más tarde lo amable y lo atento que eras y lo preocupado que parecías. Y porque mi amiga la llorona me puso al día de todo lo que hiciste mientras estuve en el hospital. De lo valiente que fuiste.

Agoté todos mis sueños mientras me esforzaba por no morirme. Soñaba con ciudades incendiadas, escuchaba de lejos idiomas antiguos, reconocía desiertos y mezquitas que se alzaban ante mí como una premonición, recorría pasados lejanos donde existías con otros rostros y me invitabas a conquistar tierras desconocidas a lomos de caballos negros. Creo que a veces descubría futuros incomprensibles. Se me aparecían detrás de una niebla espesa, como una cortina que alguien cerca me sugería no abrir. Escuchaba nombres de personas desconocidas que se instalaban en algún lugar de mi memoria como bombas latentes, esperando el momento oportuno en que serían pronunciados y los recordaría desde mi propio pasado. Morirse es extraño. Intentar no hacerlo todavía más.

Sobrevivir a la inercia y al cansancio a base de visiones de todo lo que todavía estaba por venir o de recuerdos de otros mundos. Cuando desperté decidí olvidar que no estabas en ninguno de los futuros que se habían entremezclado con mis recuerdos.

Desde entonces trenzo los hilos de las múltiples verdades que se mezclan en mis sueños y mis pesadillas. Ordeno universos mientras se deshacen los futuros que todavía nadie ha imaginado. En el fondo echo de menos tener jazmines cerca. Aunque no sean los tuyos,


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